Todas las tardes el tren regresaba de Puerto Santander, donde empataba con el tren de Venezuela. Salía por la mañana de Cúcuta y regresaba cargado a veces de mercancías de Europa y con trabajadores que venían del campo a sus hogares y el tren les daba la colita.
En cada estación donde el tren se detenía, los muchachos lo esperaban con fiesta y gritería, corrían a esperarlo para treparse, aprovechando que la locomotora iba disminuyendo la marcha. Y en la estación se bajaban como importantes viajeros. El comercio floreció, los almacenes se llenaron de mercancías europeas y en la ciudad se establecieron italianos, franceses, turcos, alemanes y hasta ingleses. Cúcuta tenía buen nombre en el viejo continente. Y en el nuevo. Fue la época de oro cucuteña.
Pero cuando Enrique Raffo trajo el primer carro a Cúcuta, a varios ricachones les entró la fiebre de los automóviles, la ciudad se fue llenando de carruajes y el tranvía y el tren comenzaron a decaer. Poco a poco las locomotoras fueron quedándose en el camino, los rieles fueron desenterrados y las estaciones empezaron a derrumbarse.
La estación de El Salado, sin embargo, ya abandonada, sirvió para un fin digno de elogio: Allí se estableció la escuela del sector, a donde llegaban niños a estudiar no sólo del barrio sino de los sectores rurales cercanos.
Todo muy bien, sólo que los niños y niñas terminaban la primaria y luego se les cerraban los caminos. A veces conseguían algún trabajo, a veces se dedicaban a la vagancia y no faltaban los malos pasos. A esta situación se sumó otro delicado problema: A pocas cuadras de la escuela se estableció la zona de tolerancia llamada La Ínsula, casas de prostitución con luces de colores, música y tentaciones de conseguir plata.
Fue entonces cuando la directora de la escuela, la profesora Agustina Garnica, se dio a la tarea de gestionar con el municipio la fundación de un colegio para la zona. Tarea difícil. Era como agarrar la roca a golpes a ver si sale agua, al estilo Moisés. Pero la insistencia, la cansonería de la directora y la echadera de vaina con los padres de familia, dio sus frutos cuando el Concejo aprobó la creación del colegio Eustorgio Colmenares Baptista, el 5 de octubre de 1993, ayer hizo 27 años. Su nombre fue un merecido homenaje al director de La Opinión, asesinado meses antes. El Concejo no sólo aprobó el proyecto, sino que aportó una partida para la construcción de la planta física.
Fue nombrada rectora la licenciada Clemencia Garnica de Barajas, quien de inmediato cogió el toro por los cachos. Debajo de los árboles, en el patio de la escuela, en la capilla, en la calle, donde fuera, los primeros 30 alumnos recibían sus clases, mientras las obras avanzaban.
Pero como siempre, la plata se quedó en el camino y los trabajos quedaron inconclusos. Entonces un día, Clemencia se tomó el edificio a medio hacer, metió allí los alumnos y empezó a conseguir todo lo que necesitaba para que el colegio echara a andar con al menos lo mínimo que necesitaba para funcionar.
Hoy en día el Eustorgio Colmenares Baptista es un colegio de categoría, con una edificación envidiable, gracias al trabajo conjunto de toda la comunidad educativa. El empuje arrollador de Clemencia, que sigue siendo la rectora, y sus profesores, ha sido decisivo para avanzar en estos 27 años de funcionamiento.
Ayer lunes fue la celebración. Tocó virtual esta vez, pero la profesora Rosaura Cruz se dio sus mañas como siempre, para que todo saliera bien. Y así fue. Y seguirá siendo, Rosaura.
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