Hay reformas -de la Constitución o de las leyes- que son necesarias, oportunas o, inclusive, urgentes para el bienestar, el progreso, la conveniencia y el interés de la sociedad. Otras son inanes para los mismos fines: nada aportan, nada corrigen, mas no causan daño a la colectividad. Pero hay otras, generalmente impulsadas por el interés político o económico de unos pocos, o por tendencias ideológicas disociadoras, que constituyen retrocesos en la configuración del orden jurídico; que no solamente son superfluas sino altamente dañinas para la comunidad.
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En mi personal concepto, al último género enunciado pertenece la reciente propuesta -aprobada en primer debate en el Congreso-, consistente en legalizar el porte, la distribución y el consumo de la marihuana, con carácter “recreativo”, iniciativa que algunos quieren adicionar -y seguramente ocurrirá en el futuro- extendiendo la legalización a la cocaína y a otras sustancias estupefacientes.
Se trata de un innegable retroceso en la política estatal al respecto, y de un motivo de gran preocupación para las familias colombianas, en especial por el inmenso perjuicio que la libre comercialización de la droga causará a la niñez y a la juventud, sin que se vean por parte alguna los beneficios o mejoras que traerá la norma.
Aunque, según ahora lo revelan, algunos miembros del mismo Congreso, importantes periodistas y políticos se sienten orgullosos de consumir o haber consumido marihuana, digo con todo respeto hacia ellos, que no lo comparto. Esa conducta, sea actual o superada, no es motivo de orgullo para nadie. Reconocen un vicio.
El artículo 49 de la Constitución vigente, adicionado mediante Acto Legislativo 2 de 2009, es una norma bien concebida que deberíamos preservar. Dice: “El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica. Con fines preventivos y rehabilitadores la ley establecerá medidas y tratamientos administrativos de orden pedagógico, profiláctico o terapéutico para las personas que consuman dichas sustancias. El sometimiento a esas medidas y tratamientos requiere el consentimiento informado del adicto”.
La norma agrega: “Así mismo el Estado dedicará especial atención al enfermo dependiente o adicto y a su familia para fortalecerla en valores y principios que contribuyan a prevenir comportamientos que afecten el cuidado integral de la salud de las personas y, por consiguiente, de la comunidad, y desarrollará en forma permanente campañas de prevención contra el consumo de drogas o sustancias estupefacientes y en favor de la recuperación de los adictos”. Ello, dentro del criterio básico, sentado por la misma disposición, según el cual “Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad”. Lo cual confirma el artículo 95 de la Carta cuando declara: “El ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en esta Constitución implica responsabilidades”. Según ese mandato superior, el primer deber de toda persona consiste en “respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios”.
El derecho a la autonomía personal no es absoluto. Se ejerce, según el artículo 16 constitucional, “sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico”.
Señores congresistas: ¿Por qué romper esa equilibrada y justa normatividad, en beneficio del narcotráfico?
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