Yo no sé de donde heredó Camila su afición por el patinaje, porque en la familia, el único que patinaba era el abuelo, arriero de profesión, que en temporadas lluviosas patinaba de charco en charco a la pata de las mulas.
Porque dicen que las facultades se heredan. Por eso dicen que los hijos de los médicos estudian medicina y los abogados tienen hijos abogados y los hijos de campesinos salen campesinos y los hijos de los curas, perdón, los hijos de los presidentes salen presidentes. Y hasta refranes y dichos les han acomodado a las leyes de la herencia: “Hijo de tigre sale pintado; hijo de fara, rabipelado”, “De tal palo, tal astilla”, “Hijo de gato, caza ratones”.
Pero todo refrán tiene sus excepciones y este parece ser uno de esos casos excepcionales. Camila es hija de padres normalitos. En asuntos de deportes, pocón, pocón. No conocen el estadio General Santander ni la Toto. Cuando veían un poco de camisetas amarillas por la calle, sabían que ese día jugaba la Selección Colombia y entonces se preparaban para ver el partido por la tele. Digo, antes de la pandemia. Ahora no se ven camisetas amarillas. De ciclismo, ni siquiera saben montar en bicicleta. La mamá le jalaba un poco al atletismo cuando le cogía tarde para llegar al colegio. Corría y corría para llegar antes de que le cerraran la puerta. Y de boxeo, padre y madre estuvieron tentados de comprar guantes para arreglar los conflictos en el cuadrilátero de la casa, es decir, en la alcoba. Al fin, los arreglaron a lengua.
De modo que cuando a la niña, de cuatro años, le preguntaron en ese diciembre qué quería que le trajera el Niño Dios y ella les dijo que unos patines, casi se van de espaldas. ¿Patines, mi amor?, dijo Mónica, la mamá. ¿Y esa joda?, dijo Orlando, el papá. Le ofrecieron muñecas de trapo, una Barby, ropita nueva, un juego de ollitas y hasta triciclo. Pero no. Cada vez que trataban de disuadirla, había pataleta en la casa. O eran patines o no era nada.
Los papás pensaban, y con mucha razón, en cuál de los dos iba a coger a la pata de la niña, por la calle, pendientes de que no se cayera y se rompiera las ñatas o se pelara las zancas. Afortunadamente, de unos rasponazos no pasó, y Camila fue creciendo en edad y gusto por los patines, cada vez con más estilo, más garra y más decisión. La metieron a una escuela de patinaje y comenzó a ganar medallas. Entró a la liga de patinaje y siguió ganando medallas. Ha competido en Cartagena, Santa Marta, Bogotá, Bucaramanga y otras ciudades, y siempre regresa con el cartapacio de medallas en la maleta.
Un día Mónica se levantó con los trapitos al revés y se fue al colegio de Comfanorte en Los Patios, donde la niña estudia, a preguntar cómo iba Camila en los estudios porque si iba mal, le quitaría los patines y le apretaría la tuerca, porque primero estaba el estudio. “¿De qué se queja, doña Mónica? -le dijo el coordinador- . Camila ocupa el primer lugar en su curso, siempre lo ha ocupado”.
Mañana cumple 15 años Camila. Desde el año pasado les dijo a sus papás que no quería fiesta de quinceañera, ni vestido costoso, ni viaje, ni celebración por lo alto. Ella sólo quería un par de patines profesionales de lo último en guaracha, porque su sueño es ganarse un cupo en la Selección de patinadoras de Norte de Santander. Y los necesita para competir como debe ser: para ganar.
La cuarentena ha impedido muchas cosas buenas. Pero Camila no se ha dejado amilanar. Todos los días madruga a hacer ejercicios en su casa, asiste a las clases virtuales de su grado noveno y cuando termina las tareas, sale a montar en bicicleta para mantenerse en forma.
Su entrenador, Luigi Fossi, cree en ella, sus papás creen en ella, en el colegio creen en ella y sus familiares creen en ella. Y desde el cielo, su bisabuelo Cleto Ardila le mantiene viva la verraquera de los arrieros, patinadores del barro. Con Camila tenemos campeona para rato, a pesar de la pandemia.
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