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Orinar con famosos
Bebes litros de cerveza y el riñón vuelve a decir es hora otra vez.
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Viernes, 10 de Julio de 2020

A los veintitantos y aún con licencia vigente para infracciones, cometí varias veces la de decantar en lugar público; bebes litros de cerveza y lo único que sacas en claro entre las nieblas del alcohol, es que la cebada se va al crecimiento de barriga, el alcohol directo al discernimiento y el líquido restante a la madre tierra. Uno va al baño del bar muy educadito, pero cuando sale a la calle y el riñón vuelve a decir es hora otra vez, entonces un árbol o un muro pasan a merecer unos dibujitos. Entonces sacamos el amiguito de abajo y describimos parábolas, trazamos hipotenusas o en el mejor de los casos —si las reservas y el talento alcanzan— nos fajamos una obra maestra expresionista abstracta como un Pollock o tal vez un Miró. Pero no bastan los trazos sueltos o el dripping en soledad. No sería completo. Por fortuna en esos casos se suele ir con algún compinche, quien en un acto natural al ver al otro en micción, dice: “colombiano no orina solo” y se une al delito.

Pero lo que iba a contarles era otra cosa, enlaza con lo anterior pero toca ir rellenando la cuota de palabras exigidas para completar la columna. Y claro, se ha de ambientar la anécdota para sustentar el tema: hablar acerca de esos aspavientos que nos asaltan y no resistimos contar. Lo no contado, no ha sucedido. “¡Ah! yo estuve allí cuando...” y ufanos ladeamos la cabeza; “esta foto fue la vez que...” “conocí a fulanita el día tal...” y pestañeamos, lentamente; “me presentaron a perencejo en el...” Y así, nos envanecemos con esos pequeños honores que nos propinan quienes creemos sublimes, mejores, quienes dan lustre a cierto oficio, a cualquier bandera, nuestro héroe deportivo; nos sueltan una firma en una servilleta, nos honran con una sonrisa o nos permiten un selfie rogando no les pasemos el brazo por encima del hombro como si fuéramos íntimos.

A lo que iba. Fui invitado a Cartagena de Indias a un almuerzo con una delegación española y para más descreste a un hotel situado en una isla no apta para peatones. Pues allí lo vi, estaba no muy lejos junto a su esposa en una mesa nutrida. Gran novedad en la nuestra, el cuchicheo y poco más; uno no puede dejar que se le enfríe la cazuela o se le endurezca el patacón por andar mirando famosos. En fin, después de otros platillos caribeños y suficientes cervezas, los mismos riñones —entonces pre-adultos— dieron la orden y no tuve más que obedecer. Al entrar al baño, una casita adjunta al restaurante a cielo abierto, encontré un orinal muy Duchamp pero al derecho y empecé el ritual; estando en esas entró alguien y como a mí me asusta estar de espaldas, pues volteé, cosa que no hizo ese alguien, nada menos que Fernando Botero, “el mancito que pinta gordas”, como dijo un mancito. Como dicta la etiqueta, el maestro marcó distancia varonil, se encuadró hacia el rincón y sacó su pincel. Yo miré con discreción para confirmar si en efecto era el mismo de antes. Sí, era el pintor, el escultor, el artista vivo más célebre entre las celebridades del arte artístico. ¿Hablarle del punto de fusión del bronce con ese calor? ¿De dimensiones, de volumen, así, con las manos ocupadas?

No dije ni mu. ¿Por qué habría de hacerlo? No dijo ni mu. ¿Por qué habría de hacerlo? Tan sólo éramos dos tipos aliviando, separados por tres metros pero unidos en el deber patriota de orinar en compañía.

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