Era un diciembre, hace ya bastanticos años. Recuerdo que era diciembre porque ya en el almacén Tía de la avenida quinta vendían ovejitas y papel verde y niños Dios, para los pesebres.
Yo venía de la universidad, de Bogotá, y no podía llegar a la casa en Las Mercedes con las manos vacías. Así que me fui al Tía a comprar adornitos de navidad. De pronto la gente empezó a correr en dirección al Palacio Nacional. Yo, joven y alebrestado, también corrí. Una especie de manifestación venía hacia el parque Santander llevando en hombros a un tipo gordo, de corbata y vestido completo.
-¿Y esa vaina? –le pregunté a una señora que aplaudía fervorosa el paso de aquella procesión.
-Que el abogado Pablo Chacón Medina acaba de ganar otra audiencia y sacó libre a un tipo de la cárcel que estaba preso por un homicidio que no cometió.
Era la época de los jurados de conciencia. El salón de audiencias quedaba en el Palacio Nacional, y desde allá venía el bochinche con el jurista en lo alto como un estandarte. Sudoroso y jubiloso. Menos mal que no lo dejaron caer. Yo estudiaba Derecho y me emocioné al ver el éxito de los penalistas. Después pude saber que no todos los penalistas estaban llamados a ser tan brillantes, y que para serlo debían quemarse muchas pestañas al pie de los artículos y de los incisos y de los parágrafos y de la letra menuda de los códigos. Como dijo Gilberto Alzate Avendaño: Ser abogado es pasarse la vida a la sombra de los incisos de los códigos.
Desde Bogotá traté de seguirle la pista al abogado Chacón Medina, y supe que en su época ostentó el récord nacional de absoluciones a sus defendidos, por los diversos jurados de conciencia. Un récord que resaltaron en primera página los periódicos nacionales, que lo mostraban como uno de los penalistas más afamados de Colombia. Y supe que su gloria también iba creciendo como las sombras al anochecer, parodiando las palabras del cura Choquehuanca al Libertador.
Pasaron los años. Radicado yo en Cúcuta, me invitó un día José Luis Villamizar Melo a ingresar a la Sociedad Bolivariana, y para mi sorpresa allí me encontré con el penalista Pablo Chacón Medina. Tuve oportunidad de tratarlo de cerca y ya no al abogado aquel que salía en hombros aclamado por multitudes, sino un hombre sencillo, estudioso, que no se daba ínfulas y a quien no se le habían subido los humos, como nunca se le subieron.
Más tarde ingresé a la Academia de Historia y allí me lo volví a encontrar como miembro de la Junta directiva. Lo conocí entonces como un estudioso de la historia, amigo de las disertaciones y tratadista de temas de nuestro pasado. Y fue en la Academia donde lo conocí también como escritor, como poeta y como repentista de versos que improvisaba con sabrosura y buen manejo del idioma. Era también columnista de La Opinión, y del desparecido Diario de la Frontera.
Pero fue como presidente de la Academia, siendo yo secretario de la Junta, cuando tuve oportunidad de valorarlo en su grandeza como ser humano. De una sencillez a toda prueba. Comprensivo y generoso. A nadie le negaba su mano, ni su corazón.
Pues bien, ese hombre fornido, grande por dentro y por fuera, adusto y tierno, estudioso a toda hora, docente y decano universitario, maestro y aprendiz, orador de alto vuelo y de conversa agradable, nacido en una vereda de San Cayetano y que se ha codeado con jefes de estado, que incursionó en la política pero la abandonó cuando le conoció sus intríngulis, ese hombre que ha hecho de la amistad su don más preciado, acaba de cumplir ochenta años. Ochenta años de satisfacciones espirituales y materiales. La Academia de Historia de Norte de Santander lo acaba de exaltar como Miembro Honorario. Fue su regalo de cumpleaños, y los académicos nos pegamos a la mantequilla para cantarle el japy verdi, aunque de lejitos. Cuando el enclaustramiento pase, nos beberemos la champaña. A costillas del ochentañero, es decir, por cuenta de este ñero de ochenta.
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