Tenía yo siete años cuando una mula en la que montaba, me patarribió. Fui a dar contra el mundo y me partí el brazo derecho. La mula era del nono Cleto Ardila que, alcahueta como todos los nonos con sus nietos, me la dejaba para que yo chalaneara los sábados para llevarla a baño al río. Yo montaba a caballo en pelo, costumbre que aún conservo, porque jinetear siempre me gustó, fuera en mula, en burro o en caballo.
Me recogieron y me llevaron a casa, donde mi papá me anunció una pela por andar montando a caballo, y mi mamá, en lugar de llevarme donde el ortopedista (el sabandero), me llevó fue a rezarle a la Virgen del Carmen. En la tabla de los santos, había un retablo grande de la Virgen, donde se le veía, apurada, sacando almas del purgatorio, para pasarlos al cielo. Entre lágrimas, mocos y quejidos, yo me entretuve en aquella imagen y el dolor se me fue quitando.
Don Mauricio Martínez, sobandero oficial de Las Mercedes en esa época, me dio unos jalonazos en el brazo, me acomodó el cúbito y el radio, y me entablilló. Y yo, fresco como una lechuga. “Qué muchacho tan guapo”, decían todos, sin saber que era la señora del Carmelo la que me entretenía para que no chillara. En poco tiempo estuve bueno y sano, listo para seguir chalaneando, y mi papá olvidó la amenaza. ¡Milagritos de la Virgen, que ha sido tan buena conmigo!
Cuando me agarraron para el cuartel le dije al médico, el día del examen, que yo tenía el brazo partido. “¿Le duele?”, me preguntó el sargento de incorporaciones que lo acompañaba. Yo sentí una voz femenina, dulce y celestial, que me decía al oído: “Diga que sí, diga que sí”. Y dije que sí. Me salvé de la milicia. Era la Virgen del Carmen soplándome, porque después supe que, a esa hora, mi mamá estaba frente al retablo de la Virgen, rezando para que no me llevaran. ¡Milagros de la del Carmelo!
Pero el milagro más grande lo hizo en mi pueblo precisamente un 16 de julio. Iban en la procesión cuando un volador encendido cayó sobre el techo de una casa, que de inmediato se prendió. El viento se encargó de llevar chispas a otras casas, todas de paja y de lucua, y el incendio se propagó. El agua tocaba traerla a baldados desde la quebrada y los bomberos no aparecieron porque no había. La angustia y el desespero cundió por toda la población, pero el cura tuvo la inspiración divina: Lleven la Virgen a la calle del incendio. A lado y lado, los techos ardían, y en el centro de la calle la Virgen del Carmen, el padre, Norberto Montes, regando bendiciones y las campanas tocando un toque especial, lánguido y triste, que se llamaba “plegaria”. De pronto, el viento cesó y las llamas se fueron apagando poco a poco. Por sí solo, el incendio se acabó. Digan si no fue otro milagro de la del Carmelo.
El escapulario que algunos llevan al pecho y otros llevamos en la billetera, protege a todo el que lo lleva. Se escuchan casos y casos.
Lástima que la cuarentena nos dañó la fiesta ahora. Todos los años, los conductores el 15 por la noche sacaban a la Virgen del Carmen, su patrona, en desfile por las calles, con papayera, rosarios y uno que otro aguardientazo. El padre Luis Francisco, mercedeño y mamador de gallo, dice que esa noche la pasaba pegado a su rosario y bendiciendo escapularios. Pero este año, se le dañó el caminado. Como se nos dañó el desayuno carmelitano que los padres carmelitas, de la parroquia del Carmen, en Cúcuta, organizaban todos los años para nosotros sus feligreses.
La colonia del municipio de El Carmen en Cúcuta, organizaba una tenida el 16 de julio en la noche, después de la misa y procesión. Con uno que otro vinito y música ocañera. Esta noche les tocará virtual. Lo malo es que el vino virtual no sabe igual.
Pero con fiesta o sin fiesta, con vino o sin vino, la Reina del Carmelo nos sigue protegiendo y saque y saque almas del purgatorio. Y ahora con tantos muertos por la pandemia, me imagino que el trabajo se le habrá triplicado. Gracias, Señora del Carmelo.
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