
Francia Márquez fue vendida como la revolución, prometía ser la voz de los invisibles, la fuerza del pueblo afro, la piedra angular de un gobierno que juraba romper con la exclusión histórica. Pero terminó convertida en una caricatura institucional, una figura decorativa, saturada de discursos grandilocuentes y vacía de gestión.
Sus declaraciones recientes, afirmando que “no la han dejado gobernar”, no sorprenden. Lo que sorprende es que todavía intente culpar a otros por su propia falta de liderazgo. Su paso por la Vicepresidencia ha sido una sucesión de incoherencias, desplantes y un uso desmedido del poder para beneficio personal. El país recuerda con indignación su justificación del uso de helicópteros para evitar el tráfico, los escandalosos gastos de su comitiva, y su insistencia en hablar de “vivir sabroso” mientras millones sobreviven en la miseria.
A esto se suman las múltiples irregularidades que han acompañado su gestión. El uso de recursos públicos para financiar una comitiva desproporcionada en sus viajes, la presencia de familiares en eventos oficiales, y su empeño en rodearse de un equipo cuestionado por vínculos con contrataciones irregulares. En Cauca, donde prometió impulsar el desarrollo y la paz, su impacto ha sido nulo. Las comunidades siguen esperando, no solo obras, sino siquiera una presencia efectiva.
Francia Márquez no ha sido víctima del sistema, ha sido cómplice de su banalización. Su discurso se agotó en frases sin contenido, en confrontaciones innecesarias, en una retórica cargada de resentimiento, pero ausente de propuestas. Nunca asumió su rol como estadista. Prefirió el aplauso fácil en escenarios internacionales, mientras en Colombia su presencia era irrelevante en las discusiones más importantes del país.
Lejos de liderar, se dedicó a dividir. En lugar de trabajar para todos los colombianos, eligió el lenguaje de la exclusión inversa, donde todo lo que no la favorecía era racismo o clasismo. Convirtió su investidura en una plataforma de victimismo permanente, negándose a construir puentes incluso dentro del mismo gobierno que la llevó al poder.
Y sí, el presidente Gustavo Petro tiene la mayor cuota de responsabilidad. La usó al inicio como una bandera política de inclusión y diversidad, como un símbolo de su “gobierno del cambio”. Pero, una vez ganadas las elecciones, la relegó a un papel meramente decorativo, como si fuera una pieza de adorno en la Casa de Nariño. La Vicepresidencia quedó vaciada de funciones reales, convertida en un espacio simbólico donde Márquez podía hablar, pero no decidir.
Fue blanco de las pujas de poder dentro del propio Pacto Histórico. Armando Benedetti, cuyo historial parece más el guion de una telenovela política que una hoja de vida seria, la acusó de incompetente. ¿Pero qué mérito tiene Benedetti para ser presidente (e) de los colombianos? ¿Grabar amenazas? ¿Filtrar audios? ¿Cambiar de lealtades como de corbata? Este gobierno no solo se empeñó en destruir la dignidad presidencial, sino que lo hizo con entusiasmo, entregando cuotas de poder a quienes ven el Estado como un botín. Lo de Benedetti no fue una designación, fue un chiste de mal gusto, un reflejo de cómo se negoció el poder sin vergüenza, sin criterio, y sin el más mínimo respeto por la institucionalidad.
Y en lugar de asumir una postura firme, Francia eligió el silencio o el lamento.
Ya no es momento de llorar, vicepresidenta. Usted tuvo la oportunidad, tuvo el poder, tuvo los micrófonos, y tuvo los recursos. Pero decidió no liderar. El cargo le quedó grande no por culpa de otros, sino por su falta de preparación y visión.
Hoy, Francia Márquez representa una oportunidad desperdiciada para la historia. Su figura se desinfla no por persecución, sino por intrascendencia. Se desgasta no por falta de espacio, sino por ausencia de ideas. En vez de convertirse en un referente, terminó siendo una decepción.
El país no necesita íconos de campaña; necesita líderes de verdad. Y Francia Márquez, lamentablemente, demostró que no está a la altura de ese reto.
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