Me encontré, hace poco, con un viejo amigo (no amigo viejo, aunque ya se le notan los añitos) y, como siempre, me contó sus nuevas aventuras, en las que se ha metido desde la última vez que nos vimos. Alberto, por llamarlo de algún modo con el fin de preservar su identidad (porque a él le gusta ser anónimo) es un tipo buena gente, dicharachero, pero en veces chocho y de malas pulgas, que vive siempre inventando tochadas, y esto lo digo literalmente, después verán por qué.
Alberto se cansó de vivir en el centro de la ciudad, donde siempre había vivido, y se retiró a un paraje suburbano, donde termina la ciudad y comienza la montaña. “Las cabras tiran p’al monte”, le dije. Me miró feo, ignoró mi refrán y siguió contándome sus aventuras en la selva.
Me dijo que se había alejado por allá al estilo ermitaño, cansado de la bulla de la ciudad, donde todo el mundo grita para vender un aguacate o para anunciar una feria. Me dijo que el estrés de la urbe lo estaba volviendo viejo, para justificar sus canas, sus arrugas y su barriga. Y hasta me dijo que estaba rejuveneciendo, que se sentía otro, más dinámico y más realizado.
-¿Y su mujer? –le pregunté, sabiendo que ella, una joven, bonita y elegante señora, es un alma de Dios, que lo sigue a donde sea porque le toca, desde que tuvo la desfortuna –digo yo-, de darle el sí para toda la vida, pero de quien no creo que le atraiga mucho cambiar la civilización por un pedazo de monte, o cambiar la cocina eléctrica de su casa por irse a cocinar con leña. Pero así es la vida.
-¡Feliz! –me contestó.
-¿De veras? –dije yo, incrédulo.
Entonces sacó su celular –todavía usa celular- y me mostró unas fotos de su lejana finca, donde aparecen su sumisa esposa y su leal perrita, en medio de un paraje selvático. Hay árboles gigantescos, centenarios, creo yo, y plantas de jardín, que ellos se han encargado se sembrar y de cuidar. Se adivinan algunas alimañas de monte y hasta me pareció escuchar el susurro romántico de una fuente cercana. La señora sonríe y la perra ladra y las mariposas amarillas revolotean.
-Estamos en el paraíso –me dijo-.
Y yo le creí, porque a la gente hay que creerle. Lo que sí no le creí fue el cuento que me echó, y que voy a contar aquí, para que mis lectores se pregunten, como yo, si acaso mi amigo no se estará deschavetando entre los seres de la selva.
-Hemos montado, mi esposa y yo, un motel para pájaros.
-¿Qué quéee?
-Tal como lo oye, mi querido amigo. (Tuve que reconocer que la manigua lo está volviendo un poco decente). Resulta que allí llega toda clase de pájaros, en busca de frutas, de agua y de un sitio para el descanso y sus cositas.
Me siguió contando Alberto, que él y su esposa, interpretando el querer de las aves del cielo, se dieron a la tarea de acondicionarles un lugar íntimo, con todas las comodidades de un motel. Dicen los que frecuentan esos sitios que allí la gente encuentra comida, bebida, buena cama, piscina y hasta gimnasio.
Pues bien, con bejucos, al estilo Tarzán, se treparon mis amigos a los árboles centenarios de su bosque y les prepararon a los pajaritos un lugar de citas. Me dijo –y lo juró y rejuró- que allí llegan los pájaros por parejas, sobre todo toches, comen, beben, se bañan, se acuchichean, se cantan y se aparean.
-No jodás –le dije.
-¿Usted cree que yo soy un mentiroso? –me dijo.- Cuando yo vivía en la ciudad, le mentía a todo el mundo. Ahora, mi contacto con la naturaleza me ha vuelto sano, pulcro y transparente.
No le dije nada por no ofenderlo, pero yo por dentro estaba vuelto una carcajada.
-Y si no me cree –me retó- vaya a donde yo vivo, para que lo vea con sus propios ojos. Lo invito.
De tajo le rechacé la invitación por no ir a juntarme con iguanas, zorros, lobos y hasta tigres. Y para no tener que comprar botas pantaneras, traje de campaña y sombrero de corcho. “Prefiero vivir”, le contesté tímidamente.