Yo soy un hijo pródigo. No tengo madre, ni padre, ni doliente alguno. Nadie saca la cara por mí. A nadie le intereso. Ni siquiera tengo una casa, donde yo pueda decir éste es mi hogar, y esta es mi familia. Voy de pueblo en pueblo, estirando la mano con una totumita para que me den limosna. Da la impresión de que a mí sólo me quieren para explotarme. Me llevan de plaza en plaza, buscando a ver dónde me dan posada, mendigando un hospedaje, suplicando que, por amor a Dios, me dejen hacer lo único que yo sé hacer: jugar fútbol.
Nací jugando fútbol. Pertenezco al deporte de las multitudes. Con sólo un balón y veintidós empantalonetados que lucen camiseta rojinegra, sacudimos estadios, pueblos y ciudades.
En Cúcuta empecé en la plazuela del Libertador, que después se convirtió en Parque Nacional. Cuando eso, por allá en 1924, era un tierrero donde hacían corridas de toros, fiestas julianas, peleas de gallos y bazares populacheros para conseguir fondos con cualquier pretexto. Un día se aparecieron dos extranjeros, con un balón debajo del brazo y dijeron: Vamos a enseñarles a jugar fútbol a esta partida de toches. Se llamaban Federico Williams, cubano, y David Maduro, de Venezuela. Se pusieron en el empeño y así nací, entre patadas, sudor y tierra. En aquella plazuela nací el 10 de septiembre de 1924, hace 96 años. De manera que en el 2024 estaré cumpliendo cien años de vida, aunque el reconocimiento oficial sólo se dio el 22 de septiembre de 1949. Un día como hoy, según dicen los comentaristas.
Mi vida ha estado teñida de momentos de gloria y de sufrimiento. He estado en las alturas como cuando gané mi estrella y además fui subcampeón de la Copa Libertadores (porque me robaron el campeonato en Argentina) y en las bajuras, cuando me ha tocado descender a la categoría B. He tenido mis momentos de gloria, y mi nombre ha brotado jubiloso de miles y miles de gargantas que me aplauden y me cantan Hosannas y Aleluyas cuando he estado en el curubito. Pero a veces caigo y entonces muchos me abandonan.
Les he dado tardes gloriosas a los que me acompañan siempre, en las buenas y en las malas, pero también he ocasionado tristezas cuando me apabulla la derrota.
Pero lo más triste sucede cuando tengo que irme a jugar a otras partes, donde no hay caras amigas, donde no están mis conocidos, lejos de los míos. En este momento, por ejemplo, en plena pandemia, ando por allá en otras canchas, donde nadie se entusiasma con mis goles, donde nadie me aplaude, donde ningún espectador se come las uñas en solidaridad con mis jugadas.
He sido un equipo que no sólo me he nutrido de excelentes técnicos y excelentes jugadores, sino que también me he nutrido de animales. Yo tuve el mejor burro de todos los tiempos, Burrito González. Un palomo fino, Palomo Ramírez. Un gallo quiquiriquí, Gallito Contreras. Un culebro, Culebro Rojas. Y un gorila, Gorila Ortiz. Y hasta una bruja jugó en mis filas, la Bruja Verón. Eso por no nombrar sino a algunos animales. La lista es larga, porque la mamadera de gallo cucuteña da para ponerle apodos a todo el mundo.
El estadio General Santander ahora es solo, sin gritos, sin banderas rojinegras, sin palmas, sin madrazos y sin canciones. Las tardes de los domingos cucuteños ahora son tardes silenciosas, lánguidas y tristes. Sin mi presencia, Cúcuta es una ciudad silenciosa y amargada, consumida por la soledad y la falta de verraquera.
Porque a los cucuteños les ha faltado la verraquera de antaño para defenderme. ¿Hasta cuándo?
gusgomar@hotmail.com