
Quienes asumen cargos en las ramas y órganos del Estado son servidores públicos. Están llamados a servir. Desde luego, su trabajo es remunerado, pero el cargo en sí mismo y las funciones correspondientes no se enderezan, ni se deben orientar, a su propio beneficio personal, familiar o político, y menos a la adquisición de ganancias ilícitas, como se ha visto en muchos casos.
Todo ciudadano tiene derecho de acceder al ejercicio de cargos públicos, bien por el voto popular, por concurso, o por elección o nombramiento, según lo establezcan las normas. Pero todo servidor público, sin excepciones, debe entrar a ejercer su cargo solamente tras prestar juramento de “cumplir y defender la Constitución y desempeñar los deberes que le incumben”.
Normas y jurisprudencia exigen que, para el acceso de los ciudadanos a los cargos públicos, se tenga en cuenta el mérito, que no solo se mide en cada caso por el puntaje obtenido en los procesos de concurso público, sino que corresponde a las calidades, aptitud demostrada, formación y preparación académica, trayectoria, experiencia y capacidad de quien es llamado a prestar sus servicios a la sociedad. Del concepto de mérito hacen parte igualmente la valoración y el reconocimiento sobre la honestidad, limpieza, transparencia e imparcialidad demostradas en el ejercicio de cargos anteriores, bien sea en el sector público o en el privado. Y, desde luego, la ausencia de antecedentes penales y disciplinarios.
Por otra parte, hoy no se debe escoger a los funcionarios, empleados públicos o trabajadores oficiales por amistad o favoritismo, ni por su pertenencia a un partido o grupo político. Ese no debe ser el criterio de selección. Más aún, dice el artículo 125 de la Constitución: “En ningún caso la filiación política de los ciudadanos podrá determinar su nombramiento para un empleo de carrera, su ascenso o remoción”.
Ha expresado al respecto la Corte Constitucional: “el mérito es el principio transversal y la piedra angular sobre la cual se instituye el servicio público. Pero de ello no se sigue que el concurso sea el único mecanismo para acreditar tal calidad, ni que los empleos y cargos públicos que respondan a otros caminos de ingreso sean ajenos al ideal del mérito. En efecto, las excepciones a la carrera administrativa (v.gr. el libre nombramiento y remoción, la elección popular o los trabajadores oficiales) no implican que esas formas de elección o designación no expresen el mérito o se contrapongan al mismo. El mérito no necesariamente es sinónimo de capacidades técnicas y títulos académicos, pues en un sentido amplio cobija tanto calificaciones objetivas como la valoración -transparente- de aspectos subjetivos necesarios para acreditar la aptitud, como lo es la idoneidad moral del aspirante”. (Sentencia C-102/22)
Ahora bien, en los procesos de elección popular, los promotores de candidaturas también deberían examinar el mérito y la trayectoria limpia de los aspirantes a ser elegidos, y la ciudadanía debería ser adecuada y correctamente informada sobre esos elementos. Con seguridad, si a lo largo de nuestra historia se hubiera considerado, reconocido y demostrado el mérito, más que la sola propaganda -que no equivale a información- nos habríamos ahorrado mucha corrupción y mal servicio público.
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