Lo conocí en la Normal Rural de Convención. Digo mal. No lo conocí porque cuando yo llegué allí, ya él había salido con el título de normalista rural, debajo del brazo. Se había ido, pero dejó huella. Se decían tantas cosas de él, que un día me paré frente al mosaico donde estaban las fotografías de los graduados de ese año y allí lo vi. Sonriente. Alegre. Con un bigotico incipiente. Estaba en la tercera fila, la de la letra “S”: Sánchez Martínez Álvaro.
De aquel estudiante Álvaro todavía se dicen muchas cosas. Cuentan que por las noches no más se la iba en puro volarse del internado para ir a verse con la novia, que más tarde fue su esposa. Cuentan que llegaba tarde a clases por andar jugando. Que se echaba al bolsillo unos alicates y unas tenazas y a la espalda unos cables de luz, y se iba por todo el edificio buscando instalaciones para tratar de “arreglarlas” con tal de no asistir no asistir a clases de matemáticas. Se había autonombrado electricista. A veces quitaba la luz, a veces la ponía, según fueran sus conveniencias. . Cuentan que era buen estudiante, pero en la libreta mensual de calificaciones la disciplina siempre aparecía en rojo. Que la matrícula condicional era para el alumno Sánchez Álvaro su estado natural.
Y cuentan que con una llave maestra se metía al economato y sacaba panelas, queso y aguacates para repartir entre sus compañeros, hambreados por la escasa comida que les daban. Era un Robin Hood escolar.
Pero dicen también que una vez le salió el tiro por la culata. Había reunión de profesores para decidir su suerte, candidato a la cancelación de la matrícula, pues el plato se había rebosado. “El electricista”, entonces, se subió al cielo raso de la sala de juntas, para saber quiénes votaban a favor o en contra, pero con tan mala suerte, que el cielo raso cedió y al suelo vino a dar con cables, alicates y bombillos. Cayó en medio de los profes. Eso mismo lo salvó, porque todos se dieron cuenta que hasta exponía su vida por la institución. Álvaro siguió con matrícula condicional, pero siguió.
Con el tiempo lo nombraron profesor de la Normal Superior de Varones de Ocaña, y aquel estudiante al que no le gustaban las matemáticas se convirtió en un profesor ducho en Baldor y todos sus teoremas. Aquel estudiante con fama de indisciplinado se convirtió en un profesor cuchilla y amante de la disciplina.
Y se aficionó a la música de cuerda hasta llegar a convertirse en un virtuoso del tiple, virtuosismo que aún hoy, en uso de buen retiro de las aulas, lo sigue acompañando en las tardes. El tiple es su amigo, su confidente, su todo, aunque ya sin los aguardientes que le afinaban el guagüero en aquellas lejanas tenidas de bohemia.
Ahora, después de muchos años me lo he vuelto a encontrar, dedicado a las lecturas, a las canciones y a los versos. Es un poeta de alto vuelo y de vasta inspiración. He tenido oportunidad de leer sus escritos y me han conmovido su estilo, la pureza del lenguaje y su sabia sencillez.
Ahora que se acerca la Fiesta del Libro en Cúcuta, he recordado al escritor, al poeta Álvaro Sánchez Martínez, al músico, al matemático al que no le gustaban las matemáticas, pero sobre todo al amigo de tardes remotas. Entre bambuco y pasillo, y entre soneto y soneto, resuenan cuando hablamos por teléfono sus estruendosas carcajadas –las mismas de siempre- que llenan de optimismo y de alegría estos tiempos de encerramiento y de pandemia.