Con unos cuantos días de retraso, hoy quiero ofrecerles mi modesto pero sincero homenaje a las secretarias del mundo entero. Y les presento excusas por no haberlo hecho en su día tradicional, pero mi agenda columnística estaba saturada de otros temas. Y no es que desconozca la importancia de las secretarias en la vida institucional del mundo, del país y de las empresas, sino que los agites de la vida moderna no dan espacio ni tiempo para uno comentar tantas cosas importantes.
Presentadas mis excusas, tengo que reconocer que la fiesta de las secretarias se ha venido a menos. Recuerdo hace unos años, que este día se celebraba a todo timbal. Entidades como la Gobernación, la Alcaldía, las empresas privadas y las oficiales, las grandes compañías y las pequeñas, todas sin excepción hacían hasta lo imposible para que las secres tuvieran en ese día el más feliz de sus vidas.
Almuerzo, tarde libre, fiesta, ramos, regalos, sorpresas, rifas, picos, discotecazos, más picos y etcétera, etcétera. A veces los etcéteras duraban hasta la madrugada, pero todo valía en aras de la más auténtica celebración.
Hoy muy poco queda de tanto derroche de ternura y gratitud. Si acaso, una flor, un bombón o una palmadita en el hombro. Y nada más. Olvidan los jefes que las secretarias son el eje alrededor del cual gira la empresa. Olvidan los mandamases que las verdaderas mandamases son ellas. Olvidan los altos ejecutivos que quienes ordenan qué se debe ejecutar y qué no, son las secretarias.
Un aspecto que hay que destacar de las secretarias es su modestia. Ellas no se las dan de mucho café con leche, ni se creen la vaca que más leche da. Al contrario, fingen no saber nada, y se conocen el funcionamiento de la empresa al dedillo. Y cuando el jefe está al borde del suicidio porque las cosas no le salieron como esperaba, es ella la que mete el pecho, la que lo consuela y la que le aconseja lo que debe hacer.
La mejor palanca ante un jefe es su secretaria. Por eso yo me hago amigo primero de las secretarias, y después, si es necesario, se habla con el jefe. Y eso sucede aquí y en Cafarnaún. Para conseguir indulgencias con el papa Francisco, no hay cardenal que valga, ni prelado doméstico de su Santidad. Es con la secretaria, que ni siquiera es una monja, como cualquiera supondría, sino una mujer bonita, como todas las secretarias, efectiva como todas las secretarias, y sonriente y de buenas maneras, como todas las secretarias.
Me cuentan que la secretaria del presidente Trump es la que sabe, y se lo sopla al presidente, cuántos metros tendrá el muro limítrofe con México y el trato que se le debe dar al régimen de Maduro y la cantidad de dólares que en verdad le girarán a Santos con destino a las Farc.
Puede decirse, sin lugar a equivocarnos, que el mundo de hoy lo gobiernan las secretarias. Y a los jefes los mueven con el dedo meñique. Sin aspavientos, sin figuraciones, sin mojar prensa. Todo lo hacen en secreto. De ahí su nombre.
Por eso es que hoy me inclino ante ellas, me quito la gorra y les doy mi pico, aunque tardío, porque ya lo dice el libro de la sabiduría: Más vale tarde que nunca. Y con ellas hay que estar bien, siempre bien.