-Quedaste muy bonita en la foto del perfil en el wassap –le escribí a una amiga, a comienzos de año. Mi amiga no es que sea bonita, pero no hay mujeres feas, dicen los entendidos en la materia, y en la foto, mi amiga había mejorado notablemente. El poder de los estudios fotográficos. Y en seguida le hice una pregunta algo quisquillosa: “¿Dónde te mandaste a tomar la foto, para ir yo también?” La muchacha –ni tan muchacha- no es, como ya dije, bonita, pero en cambio es muy inteligente. De inmediato captó el mensaje, porque enseguida me envió un emoticón (creo que así se llama), una mano haciéndome pistola, la pistola que el otro día hacíamos frente a frente, con el dedo corazón levantado y los otros dedos, recogidos.
-¡Tan grosera! –le contesté.
Y de una me envió una imagen de don Ramón, el del Chavo del Ocho, riéndose a carcajadas: Lo que llaman un stiker, según mi asesora en cuestiones de lenguaje moderno.
Mi amiga ni es costurera ni trabaja en una zapatería, donde cortan y pegan, pero me di cuenta que a ella no le gusta hablar, sino cortar y pegar, como parece ser lo que ahora se acostumbra en materia de comunicaciones. Porque no es ella sola. Cuando empezó la pandemia le escribí a un paisano pidiéndole que se cuidara, me dio las gracias con una figurita de manos juntas como rezando.
Una ahijada me saluda de cuando en cuando pero sin buenos días ni buenas noches ni cómo está padrino, sino me manda un corazón que palpita, que interpreto como: “padrino, cuídese del corazón, que usted ya está viejito”.
La semana antepasada escribí un artículo criticando a los que no les paran bolas a las medidas preventivas contra el coronavirus, como la distancia de dos metros entre persona y persona, el uso de la mascarilla y no saludar de mano. Lo dije, llamándoles la atención. Me llovieron ese día figuras de Fidel Castro, de Hitler y de altos mandos militares en posición de firmes. Una desconocida me mandó a un gordo que decía “Eso, eso, eso”.
Hace poco me publicaron algunos poemas en el suplemento Imágenes de este periódico. Muchos me felicitaron con palabras generosas, y otros, los más, con emoticones, con stikers y con gifs. (Si me equivoco en los nombres de este novísimo lenguaje, la culpa es de mi asesora). Muñequitos aplaudiendo, muñequitos bailando, muñequitas picándome el ojo.
Hace poco escribí que yo cuando estaba aburrido zurrungueaba la guitarra y me daba por cantar (o aullar),y me llegaron figuras con el presidente Duque tocando guitarra. Yo no sé si por ofenderme a mí, o por ofenderlo a él.
Es decir, para todo hay figuritas. Ya no se escriben palabras. Se cortan emoticones y se pegan. A ese ritmo llegará el día en que se nos olvidará hablar, se nos olvidará escribir, se nos olvidarán las palabras y olvidaremos el nombre de las cosas y tocará decir como Gabo en Cien años de soledad, que en los comienzos de Macondo, como no había palabras, para nombrar a las cosas tocaba señalarlas con el dedo.
Dicen que después de la pandemia ya el mundo no será igual, que muchas costumbres cambiarán. Y por lo que veo, el lenguaje oral y escrito va a ser una de las cosas que va a cambiar. Me da mucho pesar porque entonces ya no habrá poesía, ya no habrá escritores, ni músicos, ni declamadores, ni cine, ni teatro. Sólo habrá profesionales del corte y pegue.
Y me pregunto cómo harán los hombres del futuro (si es que los hay) para enamorar a las mujeres (si es que las hay)? ¿A punta de muñequitos? ¿Mandando recortes? Nuestros descendientes no sabrán, entonces, la emoción de dar o de recibir una serenata, de dar o recibir un beso o hasta una cachetada. ¡Las cosas de la pandemia! Pero no de la pandemia del coronavirus, sino de otra pandemia más grave aún: la pandemia de la pereza para escribir y para leer, que también se está universalizando. Me imagino la cantidad de emoticones que me llegarán a causa de esta columna.
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