Llegué esa tarde calurosa a la casa de doña Conchita, una paisana y vieja amiga, con quien he seguido teniendo una bonita amistad. Porque, por lo general y por tantas ocupaciones, los paisanos sólo nos encontramos en los entierros, cuando muere alguno del pueblo. La noticia se riega y a la iglesia se llena de gran cantidad de conocidos, con quienes uno poco se ve. El padre siempre es el mismo, un cura joven de Las Mercedes, Julio Correa, que no se pierde entierro, ni matrimonio, ni bodas de oro de los mercedeños.
No sucede así con doña Conchita, a quien visito con alguna frecuencia. Me gusta ir donde ella, que vive en un barrio cercano, que echa cuentos sabrosos y que lo atiende a uno muy bien. No es que yo sea interesado, pero el chocolate con almojábanas que me ofrece, son deliciosos. Cuando el apetito me acosa a la media tarde, me acuerdo de la doña y allá le llego. Además, su charla me sirve para nutrir mi repertorio de vivencias del pueblo, que después acomodo a esta columna. Y otra cosa: el médico me aconsejó huirle al sol (por eso ahora me ven de manga larga y de gorrita) y qué mejor que escampar la resolana con una vieja amiga.
Pero el cuento es otro. Cuando entré a la sala, vi a una de sus nietas haciendo tareas: sumas, restas, planas y mapas. Ya se sabe que profesor que no deja cantidad de tareas para la casa, no es buen profesor. Y ya se sabe que eso es trabajo para los papás y los abuelos.
Pero me llamó la atención que la nieta, ocupada en las planas, trabajaba sólo con la mano derecha. La izquierda la tenía amarrada y sujeta al cuello, como con el brazo fracturado.
-¿Y esa vaina? ¿Qué le pasó a la niña? –pregunté.
-Que María Esther nos salió manicagada.
-¡No me diga! –contesté, y me acordé que ser manicagado es ser zurdo y que a los zurdos les amarraban la mano izquierda para que corrigieran ese defecto. Ser manicagado significa utilizar la mano izquierda con la misma habilidad con que los diestros usamos nuestra mano derecha. Lo cual constituía y constituye un grave defecto. Y la única solución era amarrarles la mano atrevida para que ocupara su lugar y dejara de meterse en lo que le correspondía a la otra. La izquierda asume funciones que no le corresponden y hay que impedírselo, como sea.
Después supe que la costumbre de amarrarles la mano izquierda a los zurdos, no era sólo cuestión de los pueblos y campos. También en las ciudades y en otros países seguían la misma estrategia educativa.
Ahora que estamos a tres días de elecciones y que el país anda polarizado entre derecha e izquierda, pienso que a los zurdos en política, los diestros les tienen tirria precisamente por su izquierdismo recalcitrante. Los izquierdosos tienen mala fama.
“Venid, benditos de mi padre, sentaos a mi derecha”, dijo Jesús a los virtuosos, los que van a misa, los que no son comunistas. No dijo sentaos a mi izquierda. A la izquierda mandó a los pecadores, a los matones, a los que andan por fuera del redil.
“Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”, dice la biblia. Claro. Los izquierduchos tienen fama de lengüilargos, de chismosos, de habladores de cháchara, de peleones, de guerrilleros. Lo mejor es tenerlos alejados, como antes hacían con los leprosos. Con ellos hay que comer callado. Razón tiene la biblia.
De manera que a los manicagados en política, los de izquierda y a sus simpatizantes, lo mejor sería amarrarles no sólo la mano izquierda, sino la pierna izquierda y el cerebro izquierdo. A ver si algún día se componen. Las esperanzas son las últimas que se pierden. Tengo que volver donde mi amiga, a ver si la nieta se le compuso.