Ya se me iba haciendo raro que este año los maestros oficiales no hubieran hecho paro. Se acostumbraron ellos y nos acostumbraron a nosotros, los demás mortales, al paro anual, igual como uno se acostumbra a la Semana Santa y a las vacaciones de mitad de año y a las fiestas de pueblo. El año en que los maestros no hacen paro, uno empieza a sentir como un vacío, como que algo falta en la vida, como que las cosas no marchan bien.
Y se acostumbró el Gobierno. Porque ya se sabe que para conseguir algo, sea en el municipio, en el departamento o en la nación, hay que patalear, salir a la calle a gritar y parar actividades.
Dije mal. Con los paros no se consigue nada, pero hay que hacerlos, porque sí. Gobierno y maestros lo saben. El presidente y su ministro saldrán a prometer y a firmar actas de compromiso, que no llevan a ninguna parte. Y las directivas sindicales deben justificar su puesto y sus posiciones de avanzada, organizando paros.
Unos y otros saben que no habrá aumentos salariales, ni más primas ni más bonificaciones. El gobierno no lo dice, pero tiene que cuidar la platica del Estado. De eso se trata. De cuidar los reales, que con este gobierno se necesitan para eso que llaman mermelada y para pagarles a los guerrilleros reinsertados, el sueldo de su reinserción. A ellos sí, con primas y bonificaciones.
Después de varias semanas de paro, los maestros volverán a las aulas, cabizbajos, entristecidos, un poco más escuálidos, con el sentimiento de la derrota, pero con la satisfacción de haber hecho el paro anual.
Y entonces pagarán el pato los estudiantes, que deben recuperar el tiempo perdido. Deberán ver en quince días lo que han debido ver en dos meses. Y pagarán el pato los papás, que deben hacer las tareas y los trabajos de sus hijos para que no pierdan el año.
Esa es la situación actual. Los maestros de antes no hacían paros, no sabían qué era una huelga, sólo sabían enseñar. Repetían hasta que al muchacho le entraba en la mollera que la m con la a, ma, y que dos por siete catorce, y que los reinos de la naturaleza eran tres, y mucha cívica y mucha urbanidad y mucha religión. A los maestros les pagaban cada seis meses y cuentan que a veces les pagaban con aguardiente, y no hacían paros. Y la gente era buena, y en los pueblos, los habitantes se morían de viejos, y el sepulturero de moría de hambre.
Todo cambió. El Ministerio de Educación les exige a los maestros que deben enseñar profundas teorías y sesudas normas académicas, pero nada de historia, ni de comportamiento, ni de saber vivir con solidaridad y alegría. Se acabó aquello de ceder la acera a los mayores y respetar a las damas y pedir permiso y dar las gracias.
Al maestro sus alumnos lo respetaban y le decían maestro, profesor o profe. Hoy lo llaman por su nombre, le echan el brazo, se le enfrentan, lo pordebajean y lo amenaza con demandarlo. Y el maestro sabe que lleva las de perder porque el Estado, su patrono, está siempre en su contra.
Hoy es difícil, muy difícil, ser maestro. Era la profesión más noble: la de enseñar. Sigue siendo noble, pero los maestros tienen que batallar con las verdes y las maduras.
Ayer fue el Día del maestro. Y a los pobres, les tocó pasar el día lejos del aula, lejos de sus alumnos, al sol, pidiendo, gritando y reclamando lo que les pertenece. Aunque sea un día después, y aunque suene un poco a falso, yo les digo: Felicidades, maestros. Gracias por desembrutecernos y desembrutecer a nuestros hijos. La patria está en deuda con ustedes.