Por estos días la reina Isabel II de Inglaterra anda de mucha fiesta, tirando el palacio por la ventana, porque está cumpliendo 90 años. Al ver tan regia alharaca, me acordé de José Benildo Botello, un viejo amigo, quien también por estos días, mañana si no estoy mal, cumple 90 años, y me imagino que su familia los celebrará con guarapo, chicha, tamales y música carranguera, al mejor estilo mercedeño.
Para los mercedeños de antes, hablar de Benildo Botello Rodríguez es tanto como para los ingleses hablar de su reina Isabel. Porque hubo una época en que José Benildo fue de las más importantes personalidades del pueblo: era asesor del párroco en asuntos de limosnas, diezmos y primicias; el corregidor lo consultaba sobre multas y normas de policía; los peseros le pedían sus opiniones, ya que él había sido uno de ellos; los arrieros le llevaban sus mulas para que les ayudara a curar las gusaneras, conocimientos que había heredado de su papá, patriarca de los arrieros, don Ángel Facundo Botello; los campesinos le llevaban queso criollo, frutas y verduras, y los políticos de la capital se lo disputaban.
José Benildo Botello era de la junta de acción comunal, guardaba las llaves del cementerio, prendía y apagaba el motor de la luz, cobraba los recibos del agua y cuidaba el mango del parque para que los muchachos no lo golpearan por bajarle mangos.
Estaba en todo. Atendía a su familia y al pueblo. Cuando joven, recién llegado del Guardia Presidencial donde prestó servicio militar, su papá le dijo:
-Mijo, cuídeme las muchachas porque hay muchos gavilanes a la pata de ellas.
Don Ángel se refería a las hijas (María, Carmela, Belén y Julia, a quienes él no podía cuidar por estar en la arriería. Pero Benildo se descuidó y los gavilanes (Rufino Botello, Luis López, Evangelista Zapata y Ángel Ardila) se ennoviaron con las muchachas y se las llevaron de esposas.
Pero es que el mismo Benildo andaba en lo suyo. Se había enamorado de una de las jóvenes más bonitas del pueblo, Rita Gómez, que le hacía carantoñas, a escondidas de doña Antonia, su mamá. Cuando Benildo, joven, apuesto, serio, sin vicios y trabajador, llegaba a la guarapería de doña Antonia, esta mandaba a su hija: “Rita, vaya a ver si ya pusieron las gallinas”, “Rita, vaya sople el fogón”, “Rita, vaya a lavar los platos”. Y Rita obedecía con una sonrisa y una picadita de ojo, que más entusiasmaba al pretendiente.
Otras muchachas también le habían echado el ojo al joven, pero a él no le hacían ni cosquillas. Y Rita lo sabía. Por eso no se preocupaba: “Lo que ha de ser para uno, ningún perro se lo come”, decía.
Y así fue. De nada valieron tantos cuidos de doña Antonia. El hombre había aprendido en el Ejército algunas tácticas y estrategias para la guerra, y así, cuando doña Antonia se dio cuenta, el hombre ya era su yerno. Debieron vender más totumadas de guarapo para el vestido blanco de la novia, que el día del matrimonio parecía bajada del cielo.
De don Ángel Facundo Botello y de doña Teodolinda Rodríguez, Benildo aprendió el amor a Dios, incluido el rosario todas las noches, amor al trabajo, amor al pueblo y amor a su familia.
Cuando la vida en Las Mercedes comenzó a ponerse difícil, empacaron los chiros, las cotizas y los hijos, y a Cúcuta vinieron a dar. Además, había que pensar en la educación de los muchachos, que ya se estaban poniendo volantones. Aquí se asentaron, “y aquí moriremos”, dicen los dos, con alguna nostalgia por los tiempos ya idos.
Las hijas, todas bonitas y agraciadas, y los hijos, todos juiciosos, son motivo de orgullo y de satisfacción para Rita y Benildo. Alguna vez le pregunté “¿Qué tal los hijos, don Benildo?”. “Todos bien –me contestó-, comeloncitos y trabajadores. Lástima que uno me salió político”.