Desde pequeño, Luis Eduardo dio muestras de ser un niño muy inquieto: Se le volaba a Carlos Arturo, el papá, de su taller de zapatería, donde algunas veces le ayudaba, para irse a jugar al trompo por las calles del Tamaco, el barrio donde nació y se hizo muchacho, en Ocaña. O se les escapaba a sus maestras Josefina Noguera de Picón y Mercedes Casadiego, en la escuela pública de El Palomar, para ir a elevar cometas en el cerro cercano de Cristo Rey, antes llamado de la Horca, porque allí las autoridades españolas ahorcaban a los revoltosos y a las brujas.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que el muchachito hizo en contrario, sus maestras lograron enseñarle a leer y escribir. Ellas estaban seguras de que perdían su tiempo tratando de alcanzar imposibles con la mente de este Güicho, pero se equivocaron. No sólo aprendió las primeras letras, sino que terminó la primaria y logró un cupo en el colegio José Eusebio Caro, de su ciudad. Desafortunadamente, al terminar el primer año de bachillerato, el rector le quitó el cupo para dárselo a un recomendado político. ¡Claro! Un concejal puede más que un talabartero de barrio.
El destino, pues, para el joven Luis Eduardo, estaba echado. Seguiría los pasos de su papá, haciendo zapatos y cotizas. Pero una cosa piensa el burro… Las oraciones de doña Ana Tomasa, la mamá, que no se resignaba a ver al marido y al hijo, agachados sobre la mesa, cortando cuero y echando lezna con hilo encerado, pudieron más que las premoniciones, y se hizo el milagro. De pronto se apareció un amigo de la familia, un tal Dionisio Trillos, quien al ver al muchacho trabajando en lugar de estar estudiando, les habló de un colegio en Bucaramanga, el Dámaso Zapata. Y allá fue a dar Luis Eduardo Lobo, y allí se hizo bachiller. Pero ya era otro. Era un estudiante ejemplar, bueno para las matemáticas y la literatura, que hablaba en público, echaba discursos y hacía versos. Y ganaba premios. Entre estos, Luis Eduardo recuerda con cariño y con orgullo, el premio Manuel Antonio Jara, un matemático originario de Villa del Rosario. Y otros premios, que le señalaron la ingeniería como su carrera universitaria.
Y así fue. Ingresó a la UIS y se hizo ingeniero. Con todas las de la ley. Con las mejores calificaciones. Con un portafolio de notas que le abrirían las puertas en cualquier parte. Al año siguiente ya estaba trabajando en una compañía americana en Barranquilla. Para poder entenderse con los gringos, se metió al Colombo americano a perfeccionar su inglés.
Luis Eduardo dice que, gracias a los rosarios diarios de su mamá, a él le ha ido muy bien en la vida. La mamá murió pero, desde el cielo, le ha seguido enviando bendiciones.
Sin saber cómo ni cuándo, lo llamaron de la UIS para vincularlo como profesor. Era el año 1958. Aún no tenía treinta años y ya era decano de ingeniería. Y luego, rector. Ser rector de la Universidad Industrial de Santander, una de las mejores de Colombia, no es un logro cualquiera. Y Luis Eduardo lo fue, sin padrinazgos políticos, ni recomendaciones de gobernantes, sino por sus propios merecimientos.
Se retiró para crear su propia empresa de ingenieros constructores. Se radicó en Bogotá y allí fue nombrado profesor de la Universidad nacional. De pronto lo llamaron de la universidad del Oriente, en Venezuela. Para organizar la facultad de ingeniería. Ganaría en dólares. Sueldo libre. La tentación era grande. Se fue para Venezuela. Allí todo marchó muy bien durante los tres años de su contrato. Le ofrecieron otro contrato a término indefinido, pero debía nacionalizarse en Venezuela, lo que, en esa época, significaba perder la nacionalidad colombiana. Y eso sí, ni puelpatas. Prefirió empacar sus chiros, y echar a su mujer e hijos por delante y coger flota para Cúcuta.
Un día caluroso en Cúcuta tropezó con José Luis Acero Jordán, quien, de inmediato, lo vinculó a la universidad Francisco de Paula Santander, donde repitió la hazaña de la UIS: profesor, decano y rector.
Luis Eduardo Lobo Carvajalino tiene, pues, una hermosa y meritoria carrera como docente universitario. Pero también escribe versos, que declama con emoción y que le ponen a uno los pelos de punta. Y por si fuera poco es amigo de la historia. Pertenece a las academias de historia de Ocaña, de Santander, de Boyacá, del Táchira, Venezuela, y es miembro de número y ex presidente de la de Norte de Santander.
Precisamente, esta semana, el próximo jueves, la academia de Ocaña le colgará la medalla Belisario Mattos Hurtado, como parte de la celebración de la fundación de Ocaña, el 14 de diciembre.
Más que merecido el homenaje. Pocos nortesantandereanos como Luis Eduardo Lobo Carvajalino, pueden exhibir tan brillante hoja de vida. Un abrazo al poeta, escritor, académico y docente universitario.