Ahora que estamos a menos de una semana de las primeras elecciones de este año, es bueno recordar cómo eran las de antes. La gente nueva, las generaciones de ahora, no tienen ni idea de lo que significaba salir a votar ese día.
Todo era muy distinto. Para empezar, no había las peleas de estos tiempos preelectorales, en que ciertos candidatos se creen ya en el poder y llegan a dar órdenes y a querer hacer su santa voluntad, como Pedro por su casa (ojo, dije Pedro), y después se forman las trifulcas por su culpa.
El día de elecciones era una fiesta. Fiesta de la democracia, decían los políticos. Hablo de Las Mercedes, mi pueblo. En efecto, las señoras se arreglaban (las que tenían arreglo), estrenaban vestido, zapatillas y candongas, para acompañar a sus maridos a la mesa de votación. Sólo acompañarlos, porque ellas no podían votar. Eso de dejar la olla para ir a meter el dedo, es asunto nuevo, algo que apareció en 1957, año en que votamos un plebiscito, que cambió ciertas costumbres.
Digo cambiamos, porque en ese plebiscito los muchachos también votamos, apoyando el Frente Nacional. No teníamos cédula, ni mayoría de edad, pero por algún arreglo entre liberales y conservadores, los que ya estábamos grandes, de pantalón largo y bozo incipiente, podíamos votar. Y nosotros, felices, porque estábamos cumpliendo con la patria. Como en efecto cumplimos. Liberales y conservadores dejaron de matarse entre sí, gracias al Frente Nacional.
En Las Mercedes, un pueblo de godos y rezanderos, el día de elecciones, lo primero que hacían todos, era ir a misa. Había que pedirle a Dios que ganara el partido a nivel nacional y a nivel pueblerino que ganara el grupo de cada uno. Porque todos eran godos, pero había laureanistas y ospinoalzatistas, que después fueron alvaristas y pastranistas, y más tarde, pabonistas y argelinistas.
Digo, como Hemingway, que el pueblo era una fiesta. Las muchachas, bonitas todas, de lado y lado, salían al parque a lucir sus estrenos, a echarse pullas contra las del otro bando, y a invitar a votar por su candidato; los muchachos jugaban fútbol en la plaza, los viejos jugaban bolo y los sedientos se pegaban, de cuando en cuando, a puerta cerrada, un aguardientazo. Si, de pronto, aparecía un policía malicioso, lo invitaban a entrar, cerraban la puerta y con uno doble lo callaban.
Lo bueno era a la hora del almuerzo. Cada grupo tenía para su gente un sancocho a todo taco, de ese que llaman trifásico (carne de res, gallina y pescado) mas un suculento asado. Algún ganadero, que en ambos grupos los había, donaba una novilla, del campo traían el plátano, la yuca y la ahuyama y en el pueblo hacían el guarapo (sin dejarlo enfuertar por ser día de ley seca). Cada grupo tenía sus propias cocineras y ayudantes que pelaban yuca, lavaban platos y acarreaban leña.
Para tener derecho al almuerzo sólo bastaba mostrar el dedo untado de tinta morada indeleble, con el que se marcaba al que iba votando, y decir que había votado por Argelino o por Darío Ordóñez, según fuera el caso. Dicen que algunos se doblaban pues iban a ambas cocinas a mostrar el dedo y reclamar su almuerzo.
Así transcurría el día, sin peleas. A la noche, ambos grupos se declaraban ganadores pues el radio sutatenza de la casa cural, anunciaba que en todo el país el partido conservador había ganado. Quemaban pólvora todos juntos y todos juntos prendían la fiesta. Con el visto bueno de la policía, la ley seca había terminado. Y a esperar otros cuatro años, para prender la furrusca. ¡Bendita democracia!