El último día de la semana, a primera hora, me convidaron unos compañeros de internado a presenciar las carreritas de San Juan. Estudiaba yo en el Instituto Piloto de Pamplona y la Semana Santa de ese año llegaba ya a su fin. Sólo faltaban las ceremonias del Domingo de Resurrección.
De ello hace ya un jurgo de años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Nos fuimos muy temprano, a la catedral de Santa Clara, lugar donde suponíamos se centrarían las actividades religiosas de ese día. La neblina inundaba las calles al amanecer y una brisa fría nos hacía tiritar, pero podía más, no tanto la fe de adolescentes, sino las ansias de ver el espectáculo.
Por el camino nos encontramos a María, la madre de Jesús, dolorosa y lacrimosa por la pérdida de su Hijo. La llevaban los nazarenos en un anda cubierta de flores rojas, hacia la plazuela Almeida. Era impresionante ver el dolor de la Virgen María. Detrás de ella, el discípulo amado, San Juan, cuidándola, protegiéndola, cumpliendo el encargo que le había hecho Jesús en la cruz: “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Como quien dice: Cuídala, protégela.
La Verónica, con su velo en el que había quedado impregnado el rostro de Jesús, cogió hacia la iglesia del Carmen. Pedro y otros apóstoles se dirigieron rumbo a Las Nieves. En la catedral sólo quedaban María Magdalena y algunas viejitas de pañolón negro y plegarias en los labios.
A las siete en punto de la mañana comenzó la ceremonia. Los nazarenos, vestidos de morado, su hábito penitencial, se pusieron mosca. Había que cumplir a cabalidad con los ritos del Domingo de Pascua. A la señal del capitán, María Magdalena, llorosa y con sus frasquitos de perfume en la mano, se dirigió hacia el Humilladero, lugar donde reposaba el cadáver de Jesús.
Llegó, y ¡oh, sorpresa! La tumba estaba abierta. Algunos policías adormilados y gente de la Defensa Civil, que por allí estaban, no supieron dar razón alguna. Entonces la Magdalena, a paso rápido, con la rapidez de los cargueros, se dirigió a darles la fatal noticia a Juan y a María, que ya venían también hacia El Humilladero: “Se han robado el cuerpo de Jesús”.
Y ahí fue cuando empezaron las carreritas de San Juan. Se les adelantó, corriendo, a las dos Marías. Llegó al cementerio, agitado, y agitados los que lo cargaban. En efecto, la tumba estaba vacía. De tres zancadas, las zancadas de los nazarenos, bajó las gradas del Humilladero y corrió a buscar a Pedro.
Pero Pedro no podía correr. Los años no lo dejaban. A Juan eso no le importó y corrió a donde Verónica y las santas mujeres que ya bajaban de la iglesia del Carmen. Con sobresalto les contó lo que acababa de ocurrir, y ellas también corrieron, pero Juan, todo lleno de vigor y de juventud, las dejó regadas.
Poco a poco se fueron congregando todos los pasos en el atrio del Humilladero, pero fue Magdalena la que primero lo vio. Adentro de la ermita estaba el Señor, resucitado, de blanco, sonriente, con una banderita en la mano, y las cicatrices de los clavos en manos y pies. A ella la regañó Jesús: “¿Por qué me buscáis entre los muertos? ¿Acaso no sabíais que estoy vivo?”. La Magdalena salió y les dijo a sus amigos: “Ha resucitado. Ha resucitado”.
Y del Humilladero fue saliendo la imagen victoriosa de Jesús Resucitado, el que había vencido a la muerte. Las viejitas de pañolón negro lo recibieron con vivas y aplausos, repicaron las campanas del Humilladero y de las otras iglesias. Hubo pólvora y, vueltos unas pascuas, empezaron la procesión con el Resucitado por las calles de la ciudad mitrada. La fiesta había comenzado.
Sin embargo, algo llamó nuestra atención. El San Juan que ahora iba en la procesión era distinto del que había comenzado a correr. Indagamos qué había pasado y el cura de Las Nieves nos dijo: “Por ir corriendo, San Juan se cayó. Un nazareno carguero se enredó en su túnica y al suelo fue a dar. La imagen perdió el equilibrio y también cayó”. Afortunadamente encontraron otro San Juan que lo reemplazó rápidamente. Los heridos, Juan y el nazareno, fueron atendidos en la sacristía de Las Nieves, pero las carreritas siguieron con otro santo más descansado.
Nosotros, por ir corriendo detrás de San Juan, llegamos tarde al internado y nos quedamos sin desayuno, sin el tamal y el chocolate de ese Domingo de Pascua. Por eso es que nunca olvido el hermoso espectáculo de las carreritas de San Juan.