En esta temporada de obligatorio reposo post operatorio, he tenido oportunidad de releer al escritor brasilero Pablo Coelho en su libro El Alquimista. Se trata de la historia de un pastor de ovejas que recorre los campos de Andalucía llevando su rebaño en busca de pastos verdes y agua fresca. Santiago, que es el nombre del muchacho, quiere a sus ovejas y sus ovejas lo quieren a él. Pero un día se cansa de su vida y decide ir en busca de su propio destino, es decir, su leyenda personal. El libro es toda una enseñanza de sobre la manera de superar la rutina de la vida en busca de nuevas metas y así el pastor decide vender las ovejas, atravesar el desierto y llegar hasta las pirámides de Egipto donde se supone que encontrará con la ayuda de un alquimista, su destino personal.
Pero más allá de esta enseñanza, el libro de Coelho recoge una antigua y hermosa leyenda sobre la Virgen y el niño Dios.
He dado una nueva versión a esta leyenda narrando el regreso de la sagrada familia a Nazaret, después de que cesó la persecución del rey Herodes contra los niños judíos.
El retorno de la sagrada familia a través del desierto, se hizo en condiciones difíciles con las necesidades propias de una familia de escasos recursos. Caminaban de noche para aprovechar la brisa del helado desierto y descansaban de día para guarecerse del sol entre las rocas. Uno de esos días divisaron un convento de monjes y hacia allá se dirigieron en busca de agua y de algún abrigo. En efecto, los monjes los recibieron con alegría como recibían a todos los peregrinos sin saber de quienes se trataba.
Los acogieron con cariño y no los dejaron partir ese día hasta que descansaran por completo.
Cuando llegó la noche, los monjes quisieron ofrecerles a los visitantes una velada especial. Uno tomó la Citara y les ofreció hermosas melodías, otro cantó canciones típicas de los desiertos. Hubo declamaciones, versos cariñosos, aplausos y hasta una obra de teatro presentaron en honor de los recién llegados.
Sin embargo, silencioso en la parte de atrás había un monje humilde que no había participado. Era un monje sin estudio, originario de una familia pobre y que trabajaba en un circo de la localidad.
El monje le solicitó al superior que lo dejara participar con lo único que sabía hacer: hacer malabares con naranjas en el aire. Los demás frailes lo miraron con desprecio pero el hermano humilde se adelantó, sacó del morral las naranjas y empezó a lanzarlas al aire.
Fue entonces, cuando sucedió lo impensable: el niño Dios empezó a reír y a aplaudir por primera vez en toda la noche y la virgen tomó el niño y lo puso en los brazos del monje humilde.
Una luminosidad radiante se extendió por la cueva y los monjes cayeron de rodillas sabiendo que aquel niño era alguien especial.
La enseñanza de Pablo Coelho es sabia: Dios premia a los humildes.