Advierto que el título de esta columna tiene una puntada del que corresponde a la novela de Gabriel García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”. Con la explosión de la pandemia del COVID-19 es posible que “Nosotros los de entonces / ya no somos los mismos”, como lo sentenció Pablo Neruda en un poema nostálgico. La vida ha cambiado entre la amenaza y los miedos, la desolación del confinamiento y el tedio que destila la incertidumbre. Es una atmósfera de sombras que muerde como las olas agitadas a los náufragos.
El coronavirus tiene un impacto desgarrador y hasta devastador. Ha sumido al mundo, casi sin excepción, en una situación de emergencia colectiva, lo cual ha llevado a que los gobiernos y los diferentes sectores tomen medidas preventivas, de protección y de curación y promuevan así mismos controles para evitar una mayor propagación de la enfermedad.
Para levantar barreras contra los contagios se han variado los mismos rituales de las relaciones cotidianas entre las personas, hasta el punto del aislamiento y distanciamiento, incluido el saludo.
Mucho de lo que se ha dispuesto corresponde a la protección que se requiere. Confinamiento, toque de queda, limitación del transporte, cuarentena y otras restricciones hacen parte de la defensa de la vida. A esto se le agrega la destinación de recursos para atender a quienes están en déficit y no tienen ingresos para su subsistencia. Sin duda, hay un sentimiento de solidaridad, de comprensión de una realidad descomedida y aplastante.
Además de la postración a que lleva el virus, extrema las debilidades de los sectores vulnerables de la sociedad. La pobreza se hace más patética y se requiere una mayor atención para mitigar a los que se debaten en el vaivén de las estrecheces económicas, sin empleo, sin seguridad alimentaria, atrapados en la incertidumbre.
Se ha puesto en evidencia la profundidad de la desigualdad predominante y aunque esa develación ha suscitado manifestaciones de solidaridad, se imponen decisiones que le apuesten a cambios que hagan posible la erradicación de los factores que alimentan los distanciamientos clasistas en la sociedad. La falta de equidad es una de las heridas que deslucen la existencia humana, porque es caldo de cultivo de las discriminaciones y de comportamientos abusivos de quienes manejan las palancas del poder económico, con incidencias en las políticas públicas y en los actos de gobierno.
Este golpe atroz del COVID-19 debiera llevar a reflexiones correctivas. A la búsqueda de la vacuna que sirva para la contención del virus hay que agregar un cambio de conducta en la administración de los bienes disponibles en el mundo, cuya propiedad se basa en privilegios de unos pocos en detrimento de los derechos de la mayoría de los seres humanos que habitan la tierra.
Hay que derrotar no solamente el virus letal del COVID-19 sino también las fuentes que irrigan la pobreza en el mundo. Esta hay que curarla para siempre. Es el punto final a la tormenta desoladora de ese monstruo de la desigualdad extrema.
Puntada
Hay que sobrellevar el confinamiento sin sucumbir al derrotismo. Es lo que hará posible una travesía con lucidez, que evite la depresión.