El cuento ya lo conté, pero vale la pena repetirlo. Se corrió el rumor de que una oscuridad total cubriría la tierra. Eran los comienzos de la década del cincuenta del siglo pasado. Yo estaba muy vejigo (vejigo llamaban a los niños, en Las Mercedes), pero recuerdo muchas de las cosas que entonces sucedieron.
Se trataba, lógico era suponerlo, de un castigo divino. Los pueblos y ciudades del mundo entero habían tomado costumbres pecaminosas, por lo que la tierra volvería a recibir su merecido castigo, como cuando el diluvio universal o cuando el incendio de Sodoma y Gomorra, pero esta vez, sería con tinieblas.
Las Mercedes no era una villa pecaminosa, propiamente dicha, pero también llevaría del bulto. Aunque, según el sermón del cura, ese domingo, ya la mala vida empezaba a meterse al caserío. Habían abierto otras guaraperías (las permitidas sólo eran dos, la de doña Antonia Sarmiento y la de misía Dolores de Ortega), las gallinas se estaban perdiendo de los solares, y las limosnas dominicales estaban entrando en un proceso de franco deterioro.
Pero la misericordia del Señor es infinita y le daría al pueblo la oportunidad de iluminarse esos tres días, con cirios de los que se vendían en la casa cural, y los fósforos había que mandarlos a bendecir para que prendieran, lo mismo que la yesca y el pedernal con que algunos prendían candela.
El cantor de la iglesia, Serafín Bonilla, que también hacía las veces de sacristán, campanero y vendedor de estampitas y de santos, iba de casa en casa ofreciendo cirios, velones y veladoras, ya bendecidos, para que a nadie le sorprendiera la oscuridad sin estar prevenidos. Otras luces serían inútiles durante los tres días del castigo.
Al final, gracias a Dios, no hubo oscuridad, ni tinieblas, ni apagón. Tal vez el Señor nos perdonó, tal vez las profecías se equivocaron, tal vez los científicos y curas habían exagerado. En estas cosas pensaba yo, el lunes pasado, día de puente festivo, cuando, a raíz del eclipse, se anunciaban algunos fenómenos fuera de serie, que, empezarían a darse a eso del mediodía.
Desde temprano comenzamos a prepararnos. Mi mujer trajo a casa algunas placas de rayos x para ver el cubrimiento del sol por la luna, sin poner en peligro la retina. Mis hijos consiguieron gafas con filtro para ver mejor lo que estaba anunciado. El almuerzo lo sirvieron temprano para estar listos a la hora señalada, y yo, friolento como soy, me atavié de saco y bufanda a la espera del frío que inundaría la tierra. Estuvimos pendientes de las flores de las tres matas de la casa, y las regamos con abundante agua, para ver el momento en que el agua se convertiría en nieve y los pétalos se llenarían de escarcha.
Y no sólo eso. Mi mujer se consiguió una báscula para ver el kilo de peso que perdería, con la ilusión de no volverlo a subir. Y el sábado anterior nos fuimos a Cenabastos a comprar dos gallinas vivas y sanas, para ver su comportamiento a la hora de la oscuridad. El caso es que las gallinas se equivocan de horario y, creyendo que el día ha terminado, buscan dónde encaramarse para pasar la noche.
A la una de la tarde estábamos todos en posición de observación y estudio. En la calle, los vecinos andaban en lo mismo, pero tenían cerveza y aguardiente para celebrar el fenómeno.
Llegaron las dos de la tarde, las tres, las cuatro y las cinco, y nada. No vimos nada. Dios había vuelto a perdonarnos o los científicos se habían vuelto a equivocar. No hubo apagón, ni frío, ni nieve. Y el sol tan campante, y el solazo igual de fuerte a los otros días. Desilusionado, me tocó arrimármele a la fiesta de los vecinos, que a esa hora ya habían olvidado el tal eclipse. A escondidas de mi mujer, yo aporté las gallinas para el sancocho de la madrugada.