Corría 1966 y, bajo la administración de Johnson, se fundó una misión estadounidense para asesorar a América Latina en temas agrícolas. Llevaba como nombre “La misión Nebraska”, y estaba compuesta por varias universidades gringas, entre ellas la Universidad de Colorado, lugar en el que un joven estudiante llamado David Cheever escribiría su trabajo de grado titulado “Bogotá, Colombia as a Cut-Flower Exporter for World Markets” (Bogotá, Colombia como exportador de flores para los mercados mundiales). En ese estudio Cheever concluía que la sabana bogotana era una de las regiones del planeta con el ecosistema más propicio para desarrollar el cultivo de flores a gran escala.
En 1969, Cheever y tres amigos decidieron venir a Colombia a crear la empresa Floramérica: Cada uno invirtió 25.000 dólares que sirvieron de capital inicial para formarla y hacer la primera siembra de rosas y claveles con la intención de sacar el primer lote exportable para el día de la madre de 1970. En esa cosecha Floramérica exportó 400.000 dólares, cifra que el año siguiente se multiplicó por cinco, llegando a dos millones de dólares en 1972. Para 1975 diez empresas dedicadas a la exportación de flores ya estaban establecidas en el lugar. Entre 1966 y 1978 las flores colombianas pasaron de representar el 1% al 86% del total de flores importadas en Estados Unidos. Hoy los cultivos de flores se han expandido por Cundinamarca, Boyacá y Antioquia, ubicando a Colombia como el segundo exportador de flores más grande del mundo, sólo superado los Países Bajos.
A propósito del aparente énfasis que hará el nuevo gobierno en establecer una política industrial robusta, resulta pertinente preguntarse cómo expandir a otros sectores el exitoso caso de las flores colombianas. Algunos expertos atribuyen “el milagro de las flores” a las innovaciones en materia de transporte aéreo que permitieron que las flores pudieran ser transportadas frescas por largas distancias en lugar de ser cultivadas cerca de Nueva York o Chicago. Otros argumentan que se dio gracias a las condiciones institucionales afines al libre comercio, y sobre todo a las exportaciones, por ejemplo, con la creación de ProExpo. También se atribuye a los costos y calidad de la tierra y mano de obra, así como también a la larga exposición solar de los cultivos, lo que suponía una ventaja comparativa frente a la competencia en Norte América.
Claro que la ventaja comparativa, la política comercial y el ambiente institucional, así como las innovaciones en la cadena de suministro tuvieron un papel trascendental creando el entorno y los incentivos para que estos negocios se acentuaran y desarrollaran como lo hicieron. Sin embargo, pienso -si me permiten el atrevimiento, ya que de flores sé poco o nada- que el catalizador fue otro: La disponibilidad de información. Sin la información necesaria, la investigación de Cheever no se habría realizado, al menos no de la misma forma. Sin sus resultados, no habrían invertido en Floramérica. Sin el éxito de la empresa, no se habrían atraído las inversiones que terminaron creando una industria completa. Fue la información la que dio origen a una idea, y el contexto en el que dicha idea se realizó, el que logró que ésta se materializara vertiginosa y monumentalmente.
El ecosistema emprendedor, tanto local como internacional, no solo necesita del contexto adecuado para desarrollarse, si no también de información que permita investigar oportunidades de mercado y evaluar hipótesis de negocios, por lo que dar acceso libre a ella debe ser un componente clave de la política industrial del Siglo XXI, que -no se nos olvide- se desarrollará en el entorno de las industrias 4.0. Esto implica un arduo trabajo que va desde realizar modificaciones al marco normativo y articular las instituciones del Estado para la divulgación de datos administrativos de forma relacional, hasta la construcción y despliegue de tecnologías pensadas para el ecosistema mismo. Hagamos de la ruta de las flores una autopista informática.