Lúcido como poeta de carne y hueso que siempre fue, Walt Whitman escribió que “Las batallas se pierden con el mismo espíritu con se ganan”. Es el caso del expresidente Álvaro Uribe. El ascenso popular que le abrió el camino hacia el poder fue el resultado de su discurso guerrerista contra las Farc. Pero a pesar de toda la pompa mediática de su ´seguridad democrática´, no ganó esa guerra. Se quedó en los resplandores de la propaganda. Ahora vuelve con la misma prédica reciclada, puesta en la versión de ‘resistencia civil’.
No habla abiertamente de lucha armada. Sin embargo, a eso apunta. Es una consigna para alebrestar a esos grupos que se oponen a la paz y que prefieren la violencia como escudo de protección a sus privilegios.
La ´resistencia civil´ de Uribe es de rechazo a la justicia para impedir que su hermano, sus hijos y los amigos de su sanedrín, con acusaciones en su contra, sean medidos con esa vara, aun teniendo las garantías del debido proceso.
Lo que Uribe locuta pone en acción a las bandas que tanto saben de exterminio de los contrarios. Es una convocatoria subliminal con la cual se pueden estimular reacciones de fuerza para agredir y cohibir. Es un revanchismo por resentimiento, sin importar cuantas victimas más se sumen a esta cadena de desgracias que ha amarrado el país a lo peor.
Oponerse a las negociaciones de La Habana entre el Gobierno y las Farc no es una actitud patriótica como se pretende hacer creer. Es más bien lanzar la carnada del odio para pescar incautos y alinear a los beligerantes combatientes que causaron tantos homicidios entre la población civil.
La resistencia de Uribe apunta a una confrontación de bandos enemigos como para que Colombia no salga de la tormenta de sangre y fuego en que está atrapada desde hace más de medio siglo. A él eso no le importa, pues su empeño no está del lado de la defensa de la vida y de los Derechos Humanos, sino de vengar aquello que sufrió en su ámbito familiar, como si los demás no hubieran padecido los estragos de una guerra que le sirve de caja de resonancia y de negocio a los traficantes de las malas causas.
Puntada
Es cierto que cronológicamente Horacio Serpa no es joven. Tiene 73 años cumplidos, lo cual tampoco es la cima de la ancianidad. Pero cuenta con lucidez mental y en política va más adelante que muchos otros colombianos en la interpretación de la realidad nacional y las soluciones que requieren los problemas del país. Sus convicciones están del lado de la democracia. No hace parte de los carruseles de la corrupción y sus acérrimos malquerientes no han podido mostrar ninguna ´prueba reina´ en su contra y las acusaciones con que buscan condenarlo no pasan de ser impulsos del deseo. La verdad es que Serpa no es un bandido. Tampoco su talante es de tramposo, aunque pueda no estar libre de defectos.