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La noche de la tronamenta
El que diga que no se asustó la semana pasada, la noche de la tormenta eléctrica en medio de un tremendo aguacero, que tire al charco la primera piedra.
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Miércoles, 4 de Noviembre de 2020

Yo, que a veces me las doy de guapo (no me subo a las sillas cuando veo un ratón, no le temo a la oscuridad entre cobijas y en los temblores no soy el primero en salir corriendo, aunque tampoco soy el último), esa noche, lo confieso, me temblaron las zancas. 

Llovía a cántaros (¿a cántaros?), llovía torrencialmente (¿de torrente?), bueno, quiero decir que llovía muy duro. Pero yo soy de un pueblo donde los inviernos son intensos, los ríos se desbordan, los caminos y trochas se vuelven intransitables y la carretera de ahora se llena de atolladeros y derrumbes, de modo que los grandes aguaceros no me intimidan. Recuerdo de niño ver a mi papá en una escalera y en calzoncillos, tapando goteras de madrugadas lluviosas porque el techo era de paja y de lucua, mientras mi mamá aparaba el agua en baldes y platones.    

Soy amigo de las lluvias: Me asomo a la ventana a ver llover, canto “aguas que lloviendo vienen, aguas que lloviendo van”, a veces salgo al patio a mojarme y hasta versos les he escrito a muchachas que corren bajo la lluvia, con la blusa pegada al cuerpo.

Pero con los rayos y truenos es otra cosa. En noches veraniegas me gusta mirar el espectáculo luminoso de relámpagos al que llaman Faro del Catatumbo. He oído decir que navegantes perdidos en el mar y caminantes perdidos en la selva, encuentran sus aguas y sus caminos, gracias al Faro del Catatumbo, que les ilumina mentes, huellas y olas. Magia. Poesía. No se sabe.  

Hasta ahí todo bien. El asunto se pone color de hormiga cuando los rayos ya no trepidan allá en la lejanía, sino ahí al lado de la ventana, junto a la cama y al lado acá de los sueños. Cualquiera se asusta al ver que la casa se ilumina de rayos con intensidad sobrecogedora que reproducen espejos y cristales, y al momento llega el guarapazo de los truenos. Los  rayos  se estrellan contra el mundo y la tierra se sacude y los árboles se agitan y los corazones se desbocan como potros y la respiración se agita y los ojos se agrandan.

Y un miedo macho nos sacude a todos, grandes y chicos, hombres y mujeres. Y el que diga que no se asustó la semana pasada, la noche de la tormenta eléctrica en medio de un tremendo aguacero, que tire al charco la primera piedra. Cuando en Las Mercedes había tempestades de rayos, viento y lluvia, las abuelas quemaban ramo bendito y los viejos hacían disparos de escopeta al aire, para ahuyentar los rayos como si fueran guartinajas o venados. Pero por aquí no hay guartinajas ni venados. Ni escopetas.

A la hora de la verdad, todos somos cobardes ante  movimientos telúricos, tempestades y fenómenos meteorológicos. El culillo nos gana. Otra cosa es que no lo reconocemos. 
 
Precisamente, a raíz de la tormenta de la semana pasada, el escritor e historiador Guido Pérez Arévalo escribió al otro día una corta pero sabrosa nota que, con su venia, hoy reproduzco:

“San Pedro quemó anoche la pólvora de Navidad y Año Nuevo. Los habitantes de Cúcuta dormíamos apaciblemente cuando los primeros truenos sacudieron las ventanas. Rayos y centellas iluminaron el firmamento y un torrencial aguacero bañó la ciudad.

El agua, Señor, es un regalo maravilloso, pero ¿para qué tanto ruido?

La hija menor, de veinte y tantos años, corrió hasta la cama de los papás, como en su tierna infancia, y allí amaneció con todos sus miedos y los nuestros.  Ya salió el sol.”

gusgomar@hotmail.com   

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