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La mentira, el arma de la guerra
Con el discurso de la guerra y de sus pretendidos propósitos revolucionarios.
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Sábado, 26 de Septiembre de 2020

“El secuestro es la anulación, la expropiación de la identidad, el descuartizamiento de la persona; quienes lo sobreviven salen siendo otra persona”. Estas verdades tremendas pero profundamente humanas, son de Ingrid Betancur en la Comisión de la Verdad. Habló de una manera tranquila, firme y directa. Verdades irrebatibles por vividas; dichas con la serenidad de quien está curada de sustos y deja de lado lo anecdótico para mirar y narrar el fondo de una experiencia de vida y de horror. Y es contundente: el secuestro degrada al máximo la condición humana del secuestrado pero también al secuestrador.

Con el discurso de la guerra y de sus pretendidos propósitos revolucionarios, se creyó poder justificarlo todo, hasta lo injustificable. Pero como resultado de los Acuerdos de Paz, cayó “el manto de piedad” que recubría al secuestro - eufemísticamente denominado “retenciones” por las FARC - dejando al desnudo su escabrosa realidad y confrontando a los excomandantes de las Farc con la banalidad del mal de su obrar -hermoso concepto de Hannah Arendt, a propósito del genocidio de los judíos por los Nazis. La guerra permitía justificarlo todo, sin restricción alguna.

Ingrid logra un avance fundamental para desentrañar las razones profundas de nuestra confrontación armada. Identifica dos causas profundas e indisolublemente ligadas de una violencia que es continuada, no circunstancial. En primer lugar, la ausencia de un marco legal que deja desprotegidos para ser víctimas de abusos sobre todo a sectores pobres de la sociedad, situados al margen de la presencia y acción de un Estado encargado de la vigencia de ese marco legal. Quedan dejados a la deriva en medio de la corrupción, la segunda causa anotada. Corrupción que necesita y genera la guerra para imponer violentamente su ley. Como quien dice, el fondo del problema de nuestra violencia, es ético, con una raíz: la corrupción.

La corrupción no es solo quedarse con lo ajeno violenta o ladinamente. Es en general no respetar el derecho de los demás y de la comunidad en términos de su vida y bienes, de su acceso y disfrute de patrimonios y recursos públicos, que por su misma naturaleza no pueden ser apropiados ni destinados a objetivos privados, sean estos o no legítimos; es acomodar por la fuerza de la intimidación las normas a sus propios intereses, y también la letra pequeña de los contratos para ganárselo a cualquier precio y luego modificar sus disposiciones a su amaño y conveniencia. Es relacionarse con y ver el mundo desde la mira del fusil, con el propósito de imponer no lo conveniente para la comunidad, sino lo que disponga la arbitrariedad armada.

La corrupción es el irrespeto al otro en su vida, derechos, opiniones y bienes. Corrompe el sentido de la vida de los demás y la propia, ejercida por un violento, para el cual no hay un marco legal ni derecho ajeno o social que le ponga coto a su megalomanía antisocial y criminal. 

Ingrid con la lucidez que da el dolor y la privación, que desnudan a quien lo sufre facilitándole llegar al hondón del alma humana y a mirar la realidad sin lentes para contemplarla en su simplicidad fundamental, nos invita, dejando de lado tanta mentira de parte y parte, a una relectura de nuestra historia de conflicto y violencia, condición necesaria para volver realidad las palabras del Papa Francisco a Francisco de Roux S.J al despedirse en Cartagena: “Colombia esclava de la paz para siempre”. Que así sea. 

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