La madre, para quien el domingo próximo no le celebre el día a su madre. Esté viva o esté muerta. Si viva, con el regalo, el sancocho y la fiestolaina. Si muerta, con oraciones, misereres y recuerdos.
Cuando yo estaba en la escuela había que llevar ese día en la camisa un clavel rojo o un clavel blanco, según la mamá estuviera acá o en el más allá. Los vendedores de claveles, entonces, también tenían su día.
Pero la costumbre desapareció. Los pequeños cultivos caseros de claveles se acabaron y los vendedores tuvieron que buscar cultivos alternos.
La programación de ese día era una sola para todo el pueblo, en cuya organización participaban el cura, la maestra y el dragoneante de la policía, que, a su vez, oficiaba de corregidor.
El merequetengue comenzaba a las 5:00 de la mañana con pólvora, repiques de campanas y música de cuerda en el atrio de la iglesia.
A las siete era la misa cantada, con la asistencia de todas las madres, los padres y los hijos, Es decir, todo el mundo. A los perros les estaba vedado entrar a la iglesia. Al que osara entrar, le iba como a los perros en misa.
Después de la eucaristía, como ahora le dicen a la misa, seguía el acto cultural, en el patio sombreado y fresco de la casa cural. Allí los escuelantes, como decía mi mamá, recitaban, presentaban comedias, cantaban canciones a la madre y bailaban. La gente gozaba y las mamás, felices. No se daban regalos. La comercialización de la fiesta llegó después.
Hoy, el que no le da un buen regalo a la mamá es un hijuemadre a las carreras. Pero no se le pueden dar cosas para la cocina o para la casa, porque eso es para todos. Si se le da una estufa de gas, con horno y de varios fogones, para que cambie el fogón de leña, el regalo es casi una ofensa porque lo que se busca es que siga cocinando. Una nevera no sirve porque eso no es para la mamá sino para todos. Una licuadora es para poner a la señora a hacer jugos.
Se han vuelto muy exigentes las señoras madres. Cierto es que ellas se lo merecen todo y mucho más, pero el día de la madre perdió su esencia de amor y de ternura para convertirse en un día de comercialización, como si el cariño de una madre pudiera pagarse con un perfume o un collar de perlas finas o un juego de bolso, cinturón y zapatos.
Y los hijos concursan para ver quién le da el mejor regalo o el más costoso a su vieja querida. Sacan cuentas, muestran facturas y con los tragos se forma el miercolero. Reclamos van, reclamos vienen. Hasta que comienzan las trompadas. Y la fiesta de la madre termina en un zaperoco infernal, en el que la madre lleva la peor parte.
Esa es una ventaja que tenemos los hijos únicos. No tenemos hermanos con quienes pelear, ni a quienes tenerles envidia. Por eso dijo un pensador desconocido que una de las mayores felicidades de los hijos únicos es no tener hermanos.
Los hijos únicos, además, no peleamos por herencias, ni por repartos, ni por manejos de fincas, ni por tesoros ocultos, ni por cuentas en el exterior, ni por paraísos fiscales. Poca o mucha o nada sea la herencia, el beneficiario es solamente el hijo único. Lo malo es cuando quedan deudas pendientes.
Al lado de la madre propia, otras madres estarán de fiesta el domingo: La madre patria, la mamá de los pollitos, las madres del convento, la madre naturaleza, la madreselva, la madreperla y la madre de las uñas. Las madres cabeza de familia, las madres solteras y las madres putativas. Y la madre Laura y la fruta madre. Y las mamasotas y las mamacitas. Para todas ellas, un abrazo de oso: grande y apretado.