En las copas de los árboles titilan las hojas, en los ojos grandes de los búhos asoma la sabiduría y, en el viento, la luminosidad se vuelve de cristal, para invocar el don de María de bendecirnos. 

La noche plácida destella en gracia mariana, se rompe en juegos de velitas y faroles y se escucha en el alma una oración natural, tierna, muy piadosa, tal como es la esperanza de los peregrinos.

La luz se refleja en arco iris, las flores se inclinan a su paso y las campanas de los ángeles anuncian que una huésped -santísima en humildad-, viene a visitar las casas y a dejar en ellas su dulzura.

Y escoge a los niños como anfitriones, a los pájaros como su voz, a las mariposas como su prisma y a nuestro corazón como su nido, para filtrarse en la intimidad y reposar en ella con su encanto sagrado.

Su andar es delicioso, lento -quizá para no apagar las velas-, en un juego de luces y sombras, de milagros que se cuelgan de la luna y los luceros, o del eco de la plegaria familiar (o solitaria…como la mía).

San José va adelante, con su cayado de lirios encendido de pétalos blancos y su antorcha carpintera, dibujando el camino de su esposa y dirigiendo el coro de los villancicos, despertando el silencio de la paz.

Y surge del horizonte una promesa de amor y protección maternal mientras ella se va y la aurora llega -majestuosa-, con la nostalgia grata de esperarla -otra vez- en la nueva lejanía del 8 de diciembre…

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