Vi en este diario la fotografía reciente de una calle cucuteña llena de gatos. Más gatos que gente. Y pensé que hace falta aquí un escritor de la talla de Vargas Llosa, que invente una novela como la suya, La ciudad y los perros.
Un escritor que empiece su novela, La ciudad y los gatos, más o menos así:
Había una vez una ciudad donde había más gatos que personas. Los gatos se fueron multiplicando de tal manera que a los peatones se les hacía difícil caminar por la calle, y los motorizados no podían correr a las velocidades de muerte que siempre corren, y los carros formaban trancones de desesperación, como si la ciudad estuviera siempre en fiestas julianas.
Los gatos se tomaron la ciudad al estilo avalancha de venecos en busca de alimentos. En los supermercados no hubo vigilante capaz de detenerlos. En las oficinas públicas se subieron a los escritorios y roncaban, como si ellos fueran funcionarios. Llegaron a las iglesias y el agua bendita no pudo contra ellos. Ni siquiera Satirio los pudo exorcizar.
De noche se formaban gatuperios en las esquinas, que ni la Policía ni el Ejército eran capaces de controlar. Los techos de las casas se caían por el peso de los gatos fornicando, y se acabó la arena de las cajitas donde los felinos hacen sus necesidades.
El nuevo poder, radicado en La Habana, ordenó acabar con los gatos, so pena de no firmar lo que tenían que firmar, pero a los gatos les importó un bledo lo que ordenara el poder exterior, a pesar de que las autoridades corrieron a dar cumplimiento a lo exigido en Cuba.
Idearon miles de estratagemas para acabar con la plaga gatuna. Unos propusieron encerrarlos en determinados sitios, concentrarlos, dijeron, pero los gatos no se dejaron concentrar. El presidente convocó a un plebiscito para que los habitantes dijeran sí o no, pero la gente no sabía a qué decir sí y a qué decir no. Otros dijeron que lo mejor era echarles perros feroces que acabaran con los gatos, pero la jauría ya no era tan feroz: sin colmillos y sin uñas como estaban, ya no eran perros feroces, sino pacíficos.
Entonces alguien dio la idea salvadora: Buscar a un nuevo Hamelin flautista, que encantara con su flauta a los mininos y lo siguieran hasta el río donde se ahogarían, y en efecto, los mininos lo siguieron, pero el río estaba seco.
De modo que la ciudad siguió en poder de los miau-miau. Lo único bueno de la invasión de gatos fue el exterminio que ellos hicieron de las ratas.
Acabaron con las ratas blancas, las grises y las negras. Ratas y ratos la vieron peluda para defenderse de sus perseguidores, agravado todo por el hecho de que ninguno se atrevió a ponerle el cascabel al gato, tal como lo predijo Samaniego. Llegó el día en que no se consiguió una rata ni para un remedio.
El problema se presentó entre los mismos gatos cuando empezaron a enamorarse los gatos de los gatos y las gatas de las gatas. La ciudad se volvió una Sodoma y una Gomorra juntas. Gato con gata y gata con gata y viceversa, como dijo una reina. Aquello fue un miercolero y ese fue el fin de tan temible invasión, porque como dijo algún filósofo, toda sociedad lleva dentro de sí el germen de su propia destrucción. Y colorín colorao.