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Historia de un sacerdote trasterrado
Pero la honra no se defiende sola; la dignidad exige cuidarla como un bien frágil. En una sociedad donde el pensamiento libre debería ser refugio, no objetivo, hemos fallado.
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Martes, 16 de Diciembre de 2025

En el caso de Dante Alighieri, por disentir en las luchas políticas de su ciudad, fue condenado al exilio. Despojado de su hogar, vagó por Italia escribiendo su “Divina Comedia”, un testimonio de la injusticia que lo desterró. Su partida no fue elección; fue el costo por una voz que defendía la verdad. Hoy, al evocar al poeta florentino, pienso en otro custodio de la memoria, un sacerdote de mi tierra: monseñor Edwin Leonardo Avendaño Guevara. Su historia repite ese patrón de hostilidad meticulosa, donde el pensamiento libre se paga con el destierro.

En esta misma tribuna, ya he alzado la voz dos veces por él. La primera, en 2005, cuando una campaña de desprestigio irrumpió en su tierra natal, y se extendió por la provincia de Ocaña; quienes la orquestaron eran sectores que deberían construir puentes de paz. Aquello avivó fanáticos y desató grupos violentos, obligándolo a un primer desplazamiento forzado. El padre Edwin, con el corazón pesado de reminiscencias, dejó atrás un hogar que ya no era seguro. La segunda vez, en 2011, en Cúcuta, amenazas graves lo empujaron a una huida autoimpuesta. Algún colega de pluma ligera, en un arrebato de desdén, lo desestimó como drama exagerado, revictimizándolo.

Pero esta persecución mutó en cancelación sin pausas. Infundios que mancharon su nombre como tinta que cunde, con un extraño contubernio transnacional entre Ocaña y Tlaxcala, México —la acusación de 2016, cuando lo tildaron de impostor episcopal, un chisme que cruzó fronteras y avivó el linchamiento mediático—, repetidos en redes y corrillos sin verificación. Él, tenaz y paciente, se mantuvo en pie, sostenido por los amigos que lo admiramos. No por piedad, sino por lo que representa: un pilar cultural en Norte de Santander y Colombia. Miembro honorario de nuestra Academia de Historia y escritor incansable. Editor consagrado con su sello “Viaje en Tinta”, ganó un lugar entre lectores y bibliotecas.

Pero la honra no se defiende sola; la dignidad exige cuidarla como un bien frágil. En una sociedad donde el pensamiento libre debería ser refugio, no objetivo, hemos fallado. El padre Edwin, obispo católico no romano, merece respeto; la ley colombiana lo ampara, pero no lo ha protegido. Su labor demanda reverencia, no linchamiento. Cuidar la reputación es escuchar antes de juzgar, verificar antes de viralizar, proteger antes del daño irreversible y evitar que cueste la vida.

Hace poco, en Bogotá, el vaso se desbordó con nuevas amenazas de muerte. Los rumores leves viraron a intimidaciones que lo acorralaron. Y el colmo: hace poco, un asalto brutal a plena luz del día, en el núcleo de la ciudad, en el mismo barrio que lo acoge como hogar. Las autoridades van lentas como río en sequía y miran de reojo. Ahora, el destierro lo arrastra de nuevo. Pienso en su familia, amigos que lo cobijamos y sus proyectos truncados. Dejarlo todo por un refugio incierto duele como una amputación.

Ojalá despertemos de este letargo ciego, ignorar un destierro impuesto nos traiciona. Que el padre Edwin halle en tierras lejanas el abrazo negado aquí, entre los que lo vimos nacer. Que su partida sea trueno que nos despierte: la honra mancillada no vuelve con un “perdón” hipócrita. No permitamos que su sacrificio se cobre con el hueco de su ausencia, el precio cruel de nuestro silencio cómplice.


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