Conocí a Fernando a través de Guillermo, su hermano, amigo mío, copartidario y concejal de Cúcuta, hace un jurgo de años. Pero en realidad mi amistad con Fernando comenzó cuando él se desempeñaba como Jefe de archivos de la Alcaldía de Cúcuta y yo, amigo de la historia, iba allá a investigar algunos datos sobre la ciudad, que más tarde me sirvieron para escribir el libro Cúcuta para reírla, una historia de Cúcuta, pero contada en forma humorística.
Fernando era retraído, hablaba poco y bajo, pero era un estudioso de la historia, preocupado por reunir en el archivo que dirigía todo lo que encontraba sobre la ciudad Lo veía uno, de oficina en oficina de la Alcaldía, buscando papeles, recogiendo resoluciones viejas en las que nadie reparaba y archivando libros abandonados, que nadie leía, pero cuya importancia Fernando sabía valorar.
Caminaba lento, como hablaba, ensimismado tal vez en sus proyectos de historiador. Era un fumador empedernido y un excelente anfitrión. Varias veces fui a su casa con otros amigos comunes donde formábamos la guachafita, alrededor de una botella de aguardiente y de mi guitarra que yo zurrungueaba. Yo no era músico, nunca lo fui, pero en tierra de ciegos el tuerto es rey, según dice la sabiduría popular.
En aquellas tertulias, en las que se hablaba de poesía, de historia y hasta de política, salía a flote la alegría de vivir que a Fernando siempre lo acompañaba, y se volvía excéntrico y cantaba y gritaba “histeria, histeria” y todos lo acompañaban con gritos y aplausos y zapateos. Ana Mercedes, su esposa, y sus hijas le ponían ambiente festivo a aquellas “tenidas”, como se les decía en ese entonces a las tertulias con sabor etílico y ambiente amistoso.
Durante algún tiempo dejamos de vernos, hasta una tarde en que lo encontré convertido en el flamante Secretario general de la Fundación Virgilio Barco. Fue allí donde me habló de la Academia de Historia y me invitó a formar parte de ella. Me habló de la importancia de ser miembro de tan importante institución, me mostró los estatutos y me dio coba, asegurándome que yo como escritor y como columnista de La Opinión le podía aportar mucho a la Academia. Sonreí incrédulo, se dio cuenta que no le había comido coba, entonces me dijo muy seriamente:
- No es mamadera de gallo, pero la Academia necesita gente como usted.
Débiles como somos los hombres (y las mujeres) ante las lisonjas, le agradecí y le dije: ¿Dónde le firmo?
De manera que ingresé a la Academia de Historia de Norte de Santander, de la mano de Fernando Vega Pérez, mi viejo amigo y viejo contertulio. Después de dos años de ser miembro correspondiente, me postuló Fernando para ascender a miembro de número, y nuevamente de su mano se produjo mi ascenso. Cuando murió don José Tolosa, secretario de la Academia, fue Fernando quien me propuso que me postulara para ese cargo. La Junta de ese entonces (una junta de altos quilates: Mario Vásquez Rodríguez, Pablo Emilio Ramírez Calderón, Cristina Ballén, Alfonso Ramírez Navarro, Ólger García Velásquez, Pablo Chacón Medina, Luis Eduardo Lobo Carvajalino, José Luis Villamizar Melo), aceptó mi nombre. Así las cosas, le debo a Fernando Vega Pérez el inmenso honor de ser miembro de la Academia de Historia de Norte de Santander, entidad en la que él ocupó todos los cargos y nominaciones habidas y por haber.
Fernando fue miembro correspondiente, de número, vicepresidente de la Junta, secretario general, presidente de la junta y presidente honorario, lo que muestra la calidad de gente que era.
Por aquellas circunstancias de la vida, no pude estar presente en sus exequias ni acompañarlo al cementerio donde me hubiera gustado lanzar a su tumba un puñado de flores, acompañado de mis suspiros de tristeza.