La hermosura de un ocaso que transfiere la luz a la oscuridad, para que descanse, es un relato del universo para contarnos que él es un equilibrio, constante, de lo que ocurre en un escenario magistral y asombroso.
Entonces uno aprende a tejer retazos de infinito, a superar lo pasajero, a mirar siempre por primera vez, a acuñar ilusiones y a esperar lo que viene de la lejanía, con su silueta de mariposa invisible y secreta.
La naturaleza es como la escultura en los tajos de un cincel, la gota que cae anticipando el futuro de la lluvia, o la niebla ilusoria que anuncia una penumbra para revelarnos, a pedacitos, su huella espiritual.
Y una opción intelectual que da alas a la razón, para volar a dimensiones nuevas y aceptar esa aventura que nos ofrece el destino, con su vieja costumbre de sorprendernos con gratas lecciones de esperanza.
Esas dos vertientes -intelectual y espiritual-, se toman de la mano y acuden a la cita con la eternidad para hallar, en el camino, las cosas bonitas que nos dan fuerza para recoger el porvenir disperso en el viento.
Los pliegues del horizonte se inscriben en un poema y se enlazan en los colores del arco iris con una mirada plácida, parecida a la sombra fresca de un árbol en la tarde, meciendo la consciencia con el rumor de la nostalgia.
Es la ceremonia de los sueños en el corazón, la proeza de crear un espacio y un tiempo, personales, para sentir la sonrisa de la luna y la inspiración del sol como un fuego entrañable que nos inspira a retornar al alma.
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