Cuando visito el barrio del señor Zuckerberg lo hago fugaz y salgo en fuga para no caer en esa telaraña pegajosa. Recuerdo que en una de esas veces hace unos años, después de una ausencia dilatada en esta red encontré la “invitación de amistad” de un paisano conocido que meses atrás había muerto. ¡Plop! Entonces me pregunté, con admiración incluida: ¿¡Uy! estamos condenados a permanecer allí, en la vitrina de la felicidad? ¿Seguiremos apareciendo en las notificaciones como espectros incólumes? Recordé tal episodio porque el mes pasado entré y encontré un mensaje: “Ayer fue el cumpleaños de…” decía muy diligente la página, ignorando que un colega de andanzas publicitarias se había ido hace unos cuatro o cinco años. Retomé el interrogatorio: ¿qué pasa con los perfiles de las personas que fallecen? Y no sólo en esa red social. ¿Qué pasa con la del pajarito azul? ¿Y en la otra? ¿En las redes de empleo se mantendrán los currículums forever? ¿Y en esa otra? ¿Y en las redes de citas, qué, dejar plantados para siempre a los pretendientes?
Volviendo a la red más popular de la galaxia, supongo que hay cuentas personales que quedarán huérfanas y muchos de sus titulares seguirán viviendo tal como lo venían haciendo, entre fotos, emojis y likes más que en su propia casa. Así es, todos los días, a cada hora, se va gente cercana o desconocida, dejando un legado digital latente tal vez sin saber que hay solución para estos casos que se cuentan por millares y que estas plataformas tienen previstos estos imprevistos: si fuera nuestra voluntad que dichos perfiles permanecieran abiertos o clausurarlos a perpetuidad, deberíamos autorizar a alguien para que se convierta en una especie de albacea 2.0 y esta persona tendría que llenar unos formularios y aportar pruebas del deceso y sus etcéteras. Trámite engorroso como los que en estos lances nos ponen la vida y su socia la muerte, más en esta época aciaga en la que todos hemos perdido a alguien próximo, un familiar, amigo o amigo de alguna amiga y nos dolemos de ello porque —entre otras vainas— sabemos que los viajantes a ese arrabal incierto se llevan algo de nosotros en sus alforjas transparentes.
Se sabe que más de la mitad de la humanidad está presa en alguna red social y que diariamente se registran más inscripciones en estos condominios digitales que nacimientos en el planeta. Así es, el mundo sigue a merced de esta trampa ineludible, tal vez empujado por el vanitas vanitatum o por ese síndrome de “perderse algo”, todos en genuflexión ante estos nuevos dioses que crean maravillas, imantan adeptos y los hipnotizan hasta el instante de su muerte y más allá, cuando —si no lo prevemos— se nos convertirá en duendes del ciberespacio, en almas en pena del pixel y la pantalla. Eso pasa, eso está pasando. Cuando los semejantes mueren, por lo general sus deudos se reparten las cosas, pelean por ellas o entregan sus ropas a la caridad. Y según las modas o los golpes de billetera, entierran a sus difuntos o los queman y les hacen un altar con sus cenizas, o las tiran por ahí al arbitrio de los vientos o las aguas. Pero eso sí, si nos asalta la Señora Esa a traición, o si morimos despacio o de repente y sin dejar las cosas muy en orden, parece que estamos sentenciados a seguir morando de red en red como un pez indeseable, como una mosca inmune a su pegamento. Fantasmas en la red, lo más cercano a la vida eterna.
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