No puedo decir que todo lo de la cuarentena es malo. Eso de no tener que salir a trabajar es lo mejor que nos pudo pasar a quienes obedecemos el mandato bíblico: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Que me perdone mi Diosito, pero ahora nos lo ganamos desde la casa, sin ponerle la calva al sol, sin sudar, sin negrearnos.
Y ya que hablo de negrear, voy a echar un cuento de negros, a riesgo de que mañana me escriba una señora –supongo que negra- (ya lo ha hecho), a insultarme porque yo dizque discrimino a los negros. Ni más faltaba. Tengo amigos negros que me quieren, y yo los quiero. Y negras que me adoran y yo las adoro. Estaba mi hijo menor, tendría cuatro o cinco años, jugando balón en el patio de la casa bajo el solazo de un medio día. Cuando lo vi, lo regañé y le dije: Se va a quemar como el negro que vende pescado allí en la esquina. El domingo me llevé al niño a comprar pescado, y de una le fue preguntando al vendedor: “¿Señor, usted jugaba al sol?” “¿Por qué, mijito?” “Porque se quemó”. Menos mal que mi amigo el vendedor entendió el asunto, me picó el ojo y le contestó en medio de su risa y mi sofoco : “Sí, mijito, por eso es que usted no debe jugar al sol”.
¿En qué iba? Ah, sí. En las cosas buenas de la pandemia. El tapabocas me ha servido para que el tipo al que le debo una plata de libros, no me reconozca y no me cobre. Ahora me dejé crecer la barba y el tapabocas me ayuda a no verme ni tan viejo ni tan feo.
Pero otras vainas se han puesto peliagudas. Me invitó un amigo periodista a que participara por Zoom en su programa radial. Por no mostrar el cobre, le dije que claro, que con mucho gusto, que por Zoom era mogollo, y me dio un link y una contraseña y otros datos. Obviamente no me pude conectar. De Zoom, yo ni pío. Me eché de enemigo a mi amigo, porque lo dejé al aire, metido en la vacaloca.
Sé del rector de un colegio, que también es del campo como yo, que anda medio chifloreto porque no da abasto a atender vía internet a estudiantes, profesores y padres de familia. Y encima, a la Secretaría de Educación.
Otro amigo, que además de sembrar cebolla, regar los cultivos con el ramillón y recolectarla en la cosecha, es profesor universitario, no ha podido cogerle el tiro a la docencia virtual y me dijo que le iba a tocar volver al agro.
Conozco a un historiador que anda cultivando café en su pueblo, porque no ha podido conectarse con las sesiones solemnes de la Academia. Dice que no encuentra la plataforma.
Un abogado, de una vereda boyacense y de mis afectos, no ha podido jalarle a la Litis de manera virtual, porque sus conocimientos de técnicas jurídicas computarizadas no dan para tanto, y está al borde del cierre de su bufete.
Como pueden ver, no soy yo el único al que la tecnología pandémica dejó rezagado. Pero en mi caso, en los que he referido y en muchos otros que conozco, hay un común denominador: Todos somos del campo, nacimos en el campo y nos criamos en el campo, por lo que he llegado a la conclusión de que estaba en lo cierto el científico que dijo: “Es que eso de la tecnología es duro pal campesino, mi don”.
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