No sé por qué los seres de ultratumba prefieren el tiempo de Cuaresma para venir a echarnos vaina a los humanos. Esta época, que arranca el miércoles de ceniza y va hasta el viernes santo, es de oración, de sacrificio, de mermarle a la carne y a los placeres, de ser solidario con el vecino y de arrepentimiento de las metidas de pata. Es lo que predican los curas, y a ellos yo les creo y les obedezco. Y es lo que debemos hacer todos los creyentes. Pero los espíritus aprovechan también esta temporada para recorrer los pasos que anduvieron en vida y pegarnos unos sustos del carajo.
Yo he sufrido en carne propia algunos de esos inexplicables fenómenos del mundo de lo desconocido. Siendo yo un muchacho, acompañaba a mi papá, en Las Mercedes, los viernes de cuaresma por la noche al río a pescar. Necesitábamos panches, golosas y algún bocachico para reemplazar la carne de los viernes. Nosotros, en lugar de ir al viacrucis, nos íbamos de pesca, atarraya en mano, linternas, cuchillos y anzuelos.
Una de esas noches, en el río, aburridos porque la pesca estaba mala, con la ropa mojada y tiritando de frío, vimos de pronto unas luces como de antorchas, que bajaban por el río en dirección nuestra. Escuchábamos el golpe de atarrayas sobre el río y hasta alcanzamos a percibir cierto murmullo como si rezaran en voz baja. Mi papá y yo salimos del agua, a la espera de los tales pescadores, pero a medida que se iban acercando, el frío se nos iba haciendo más intenso.
De pronto se apagaron las luces, se callaron las voces y las atarrayas. La oscuridad fue más densa. Y el miedo se apoderó de nosotros. Mi papá se aferró al escapulario de la Virgen del Carmen, que siempre llevaba al pecho, y me abrazó contra él. Nada veíamos, pero, de golpe, frente a nosotros, unas carcajadas estridentes se regaron por el río. “Nos están asustando”, dijo mi papá, y corrimos hacia el pueblo. Mi papá dice que él alcanzó a ver unos esqueletos que parecían caminar sobre las aguas.
Se nos acabaron las pescas en cuaresma, mi papá vendió la atarraya y nuca más faltamos al viacrucis de los viernes. No es cuento. Lo juro por ésta.
Como tampoco es cuento lo que nos contaba un chofer de Peralonso, que viajaba entre Lourdes y Sardinata. En la estrecha vía se encontraron con un camión, lleno de mujeres de negro, con pañolones en la cabeza. Iban rezando en voz alta. “Son las ánimas”, dijo algún pasajero. Fue tanto el susto del chofer, que el bus se le apagó, sin que pudiera prenderlo. No cabían los dos vehículos en aquel paso, y sin embargo, de pronto los del bus vieron que ya el camión estaba al otro lado y seguían su marcha. Tiempo tardó el conductor del bus en recuperarse y el carro en volver a moverse. Era un viernes de cuaresma, al anochecer.
Cuentan que, por los lados del cementerio central, en Cúcuta, en cuaresma se escuchan quejidos como de almas en pena, y se ven luces y tropeles, que van de una tumba a otra. L os vigilantes del cementerio ya lo saben, y los viernes de cuaresma cierran temprano las rejas y se van a sus casas, antes de que empiecen los muertos a revolcarse en sus tumbas.
El espacio es muy corto para seguir hablando de espantos. Mi consejo es que en cuaresma le mermen al pecado y a los placeres de la carne y que recen más. No sea que les pase lo que le sucedió a un borrachito de Las Mercedes, que vio al diablo un viernes santo y quedó mudo de por vida. Con monosílabos y a señas, cuenta cómo es el diablo, pero si le dan un aguardiente, para calmar el miedo que aún siente.