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En el Día del Trabajo
No sé por qué  se hace celebración del trabajo, sabiendo que el trabajo lo hizo Dios como castigo.
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Lunes, 30 de Abril de 2018

Sucedió hace algunos años. Me invitó una amiga (nada más que amiga, valga la aclaración) a la manifestación el 1 de Mayo, Día del Trabajo, a la que ella debía asistir por ser trabajadora de una fábrica de zapatos, cuando la fama del calzado cucuteño volaba de pies en pies, por todo el mundo.

Entre otras cosas, no sé por qué  se hace celebración del trabajo, sabiendo que el trabajo lo hizo Dios como castigo. “De ahora en adelante, ustedes tendrán que ganarse el pan con el sudor de la frente”, dizque les dijo el Señor Yaveh a nuestros primeros padres, en castigo por lo que se pusieron a hacer, estando prohibido. Pienso que, al contrario, debía celebrarse el Día universal del Descanso porque el Creador, después de que hizo el mundo, lo bendijo y descansó, según la Biblia.

¿Qué quiere decir? Que el Señor, agotado por todo lo que tuvo que crear, con dolor de cabeza, de espalda y de coyunturas, desenrolló la hamaca, la amarró del palo de la ciencia del bien y del mal y de un oití que por allí había, y se echó a descansar.  Esa sabia actitud sí la deberíamos imitar, pero no celebrar el trabajo, con manifestaciones y gritos y pedreas. No. Con solo descanso.

Como hacen en Itagüí, Antioquia, que celebran un día al año, el Día universal de la Pereza. El día en que, por decreto del alcalde, todos los habitantes de esa población se dedican a honrar a la Pereza, para quitarle la mala prensa que muchos le han hecho. Dizque es un pecado capital. Dizque es la madre de todos los vicios. Ni más faltaba. La Pereza es necesaria para descansar, para pensar, para meditar. Los grandes inventores primero se dedican a cranear lo que van a inventar. Los escritores, primero piensan lo que van a escribir. Los compositores, primero piensan lo que van a componer. ¿Y cómo lo hacen? Descansando, pereceando, adormilándose.

Digo que lo hacen en Itagüí. Ese día sacan hamacas, colchones, colchonetas y mecedoras, a la calle, a los parques, a los espacios libres, y a descansar se dijo. Unos roncan, otros leen,  otros juegan juegos de mesa, pero nadie trabaja. Los almacenes no abren. Las señoras no cocinan. Las campanas no repican y las iglesias permanecen cerradas. La alcaldía y las oficinas del Estado no atienden al público. Los maestros ese día tampoco enseñan. La policía, de civil, verifica que nadie esté laborando. Esa sí es una buena manera de vivir, pero no celebrando el castigo de tener que trabajar, como ordenan los sindicatos.

Decía que me invitó mi amiga a la manifestación, y la acompañé por mi proverbial costumbre de no dejar solas a las mujeres. Además porque me lo pidió casi que con lágrimas en los ojos. Y ante una petición en esas condiciones, yo no podía negarme.

Con botella de agua en la mano, gorra en la cabeza y un sol picante, iniciamos la marcha. Cuando comenzaron los gritos, dirigidos desde un megáfono ronqueto y chillón, le dije a mi amiga:

-El sindicalismo se estancó y el agua estancada se pudre.

-¿Por qué lo dice, mi amor? (Las muchachas de ahora y algunas no tan muchachas les dicen a los hombres con quienes se encuentran: “mi amor”, “papá”, “papacito”, “mi tesoro”…)

-Porque esas mismas consignas que ustedes van repitiendo ahora, yo las grité hace más de cuarenta años cuando estaba en la universidad en Bogotá: “El pueblo unido, jamás será vencido”. “Tigre, león y elefante, el pueblo siempre adelante”. “Ahí están, esos son, los que venden la nación”.

No me contestó. La gazapera la formó fue cuando le dije que no la podía acompañar más, porque tenía otro compromiso con otra amiga trabajadora que venía marchando desde el terminal con su sindicato: “¿Otra amiga? Y yo que creía que podía contar con usted todo el día. Y no le dije a mi novio que me acompañara por estar con usted. Pero así paga el diablo a quien bien le sirve”. Su gritos histéricos se escuchaban por encima de los gritos del megáfono. “Váyase –siguió gritando-. “Así son todos los hombres. No lo quiero ver más. Largo de aquí”. Los otros manifestantes la aplaudieron sin saber de qué se trataba. Sapos que son. Me alejé, con el rabo entre las piernas, rojo de la vergüenza, pero tampoco fui  a acompañar a mi otra amiga. Y desde entonces ni siquiera me asomo a las manifestaciones del Día del Trabajo. No sea que por allí anden mis amigas y me peguen otra sacudida, tipo sindicalista.

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