Nada tan sabroso como una buena siesta después de un buen almuerzo. Para hacerla más sabrosa y más reconfortante, es preferible seguir el consejo del escritor Camilo José Cela: la siesta debe hacerse con todas las de la ley: empiyamarse, orinar, rezar el padrenuestro y acostarse. Y yo añado: Ojalá, acompañados de una buena y joven compañía.
Lo de joven es opcional, dependiendo de los gustos, pero lo digo porque, por lo general, las viejas roncan y los ronquidos atentan contra la placidez de la siesta.
La siesta viene de España.
Los conquistadores trajeron esa costumbre y nos la impusieron junto a la religión y el idioma. Los tres, muy buenos.
Algunos historiadores dicen que los indios también hacían la siesta. No hay evidencias. Parece ser que se emborrachaban con chicha y dormían la rasca. Pero eso es distinto: una cosa es el sueño que producen las jumas y otra, el reparador y sabroso sueño de la siesta.
Aceptemos, pues, que la costumbre viene de España. Porque en la madre patria se trata de un rito sagrado. Después de almuerzo, todo el mundo debe recogerse a hacer la siesta. Cierran almacenes y oficinas, bajan persianas y a dormir, se dijo.
Los españoles duermen hasta las tres o cuatro de la tarde y luego, descansados y acumulados de energía, emprenden la jornada de trabajo hasta el anochecer que, en ocasiones, empieza a las once de la noche.
Cuentan que Simón Bolívar (que se formó en España), en las guerras de independencia, después del medio día, con almuerzo o sin almuerzo, se retiraba a su tienda de campaña a “madurar la estrategia”, es decir, a echar un motoso, bajo el fragor de la batalla. Se levantaba a dar órdenes, como si hubiera hecho la siesta con un solo ojo mientras con el otro seguía el curso de la contienda.
De Winston Churchill dicen que, en la segunda guerra mundial, le preguntaron cuál era el secreto para mantenerse trabajando hasta la madrugada, mientras sus colaboradores caían rendidos de sueño, y él contestó: la siesta, la siesta.
Los científicos, los médicos, los investigadores y las hermanitas de la caridad están de acuerdo en proclamar las bondades de la siesta, para el bien del cuerpo y del alma. El cuerpo se fortalece y el espíritu se libera de tentaciones con la práctica de la siesta, dicen unas y otros.
De igual manera, el papa Francisco y el presidente Obama recomiendan a sus súbditos el uso de la siesta, aunque no muy prolongada, para lograr un mayor rendimiento en las faenas de la tierra y las del cielo.
El lugar donde se haga la siesta no importa: en la cama, en el sofá, en la hamaca o en el andén como hacen los obreros de la construcción que, después del almuerzo, hacen sus siestica de diez minutos en plena calle.
La duración de la siesta tampoco importa, aunque recomiendan los siestólogos que no sea demasiado prolongada para no llegar tarde al trabajo. Los jubilados y los desempleados pueden hacerla de toda la tarde.
En cuanto al sexo no hay distinción alguna. Tan recomendada es la siesta para los hombres como para las mujeres. Incluso para los del tercer sexo, tan de moda en los últimos tiempos.
Por su siesta los conoceréis, dice algún libro sagrado. Los que viven amargados, llenos de rabia y sudorosos de envidia, es señal de que no hacen la siesta. Por el contrario, los asiestados son alegres, dicharacheros y mamadores de gallo.
La siesta rejuvenece, limpia la piel, evita la caída del cabello y fortalece lo que empieza a desfallecer. Pero, ¡cuidado! Tampoco se debe caer en la exageración. Hay gente que le hace la siesta a un tinto y a las medias nueves y a las medias tardes. Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre, como enseña san Nicomedes, en su Manual del alumbrado.