Estoy seguro que algunos de los que me están leyendo, usaron como yo la pizarra en la escuela, para aprender las primeras letras, los primeros números y las primeras frases y operaciones.
Tal vez las nuevas generaciones, como ahora se les dice a los muchachos, ni siquiera conocen lo que es, lo que fue una pizarra, y lo que significó para nosotros, quienes tuvimos la fortuna de tenerla en nuestra mochila de dril (que las mamás nos hacían con retazos de pantalones usados que iban dejando el papá y los tíos.)
Para los que no la conocieron y por lo tanto no se imaginan sus virtudes, les doy una idea: Tener nosotros una pizarra es como ustedes tener hoy una Tablet. Del mismo tamaño. La pantalla era una especie de piedra plana negra, con un marco de madera, donde escribíamos con un lápiz también de piedra blanca. Sacábamos nuestra tablet del estuche (la mochila); la prendíamos, es decir, la poníamos sobre el pupitre. Le echábamos una limpiada a la pantalla, o sea, donde íbamos a escribir. Teníamos nuestro propio mouse o ratón, el lápiz de piedra.
Escriban “mamá”, decía la maestra. Activábamos el teclado, o sea la memoria, y aquí sí empiezan las diferencias. Nuestros archivos debíamos guardarlos en nuestra nube mental, porque la pizarra carecía de disco duro, donde quedaran archivados nuestros trabajos. Como el cielo era espléndidamente azul, no había una nube disponible para archivar lo que escribíamos. Acudíamos, pues, a la mente y revolcábamos lo que habíamos aprendido el día anterior hasta encontrar la bendita “eme” y la bendita “a”. Ustedes ahora no tienen que memorizar nada. Basta con buscar los archivos y ahí está todo.
Si nos equivocábamos al escribir, íbamos a la tecla “suprimir”, que era una almohadillita que mojábamos con agua y borrábamos la letra equivocada. Olvidaba decir que junto a la tablet debíamos llevar la tecla de borrar: un frasquito con agua y la almohadillita de trapo. Si después de darle enter, la pantalla quedaba mojada, uno tomaba la tablet y la llevaba a la barriga para secarla con la camisa. Los niños no usábamos pañuelo. (Aquí entre nos: La nariz también nos la limpiábamos -iba a decir “los mocos”, pero suena feo- con la camisa, en la parte del hombro).
Si el archivo mental no nos funcionaba, sobre todo en aritmética (“2 + 3 = , sin contar con los dedos”) de inmediato nos desconectaban de la Tablet, con un coscorrón, un tirón de orejas o un golpe de férula. (Algún día hablaré de la férula).
Pero así y todo, nuestra tablet nos funcionó a la perfección, hasta que llegaron los cuadernos, o sea cuando entramos a la era del progreso. Después llegaron las cartillas y ya fue mamey aprender a leer y escribir.
Mañana, 15 de mayo, se celebra el Día de los maestros. Mis respetos para ellos, pero mi recuerdo cariñoso y nostálgico es para la pizarra, ese elemento hecho de piedra que tanto nos sirvió a los que nos educamos en la escuelita rural del campo y la vereda, y para los maestros de aquellos tiempos, que iban de pizarra en pizarra, de pupitre en pupitre, verificando si ya sabíamos que la m con la, ma.
Hoy, en tiempos de cuarentena, pienso cómo harían los maestros de entonces para enseñar a sus alumnos si hubiera habido una pandemia como la de ahora, y el gobierno los hubiera obligado a dictar clases a distancia, como lo están haciendo en estos tiempos.
Una ñapa: Los papás de ahora tienen la oportunidad de repasar o de aprender lo que alguna vez les enseñaron en el colegio o en la escuela, porque es a ellos a quienes les toca estar con sus hijos recibiendo las clases virtuales, como ordenó el ministerio. Otra cosa buena de la cuarentena.
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