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El judío errante
Eran las tres de la tarde, hora en que murió Jesús en la cruz
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Miércoles, 12 de Abril de 2017

Sucedió un Viernes Santo. Mis abuelos maternos vivían en el campo, en una vieja casona, a la orilla del camino. La casa tenía un corredor amplio, donde el abuelo alistaba las cargas de café para llevar en sus mulas a la lejana Ocaña. Pero allí también reposaban los viajeros que iban hacia el pueblo. Unas piedras, dejadas allí a propósito por quienes construyeron la casa, servían de asiento a propios y extraños.

Eran las tres de la tarde, hora en que murió Jesús en la cruz. Las tías y los abuelos que no podían ir a las ceremonias religiosas del pueblo se congregaban a esa hora, en uno de los aposentos, a rezar el rosario delante de un crucifijo y a meditar en la pasión y muerte del Señor.

Estaba allí reunida la familia en oración, cuando escucharon los pasos de un caminante, que llegó hasta la puerta de la sala y desde allí gritó con un grito espeluznante: “Quiero agua, me muero de sed”.  Mi abuela, recia en asuntos de fe, le gritó al recién llegado: “Venga, buen amigo, acompáñenos a rezar el santo rosario y ya mismo le damos agua”. 

Nadie contestó, nadie entró, nadie volvió a caminar. Mi abuela se levantó, entonces, y fue hasta el corredor en busca del viajero. Un silencio pegajoso revoloteaba en la casona. El viajero no estaba ni en el corredor, ni en el patio de cal, ni en el camino.

-¿Quién era? –preguntaron los demás.

-El judío errante –contestó la nona, haciéndose cruces.

-¿Y quién es el judío errante? –le pregunté yo a mi mamá, muchos años después, cuando ella me contó lo sucedido aquel Viernes Santo de su infancia.

Mi mamá se santiguó y empezó el relato, que ahora yo también les cuento, palabras más, palabras menos.

Iba Jesús, camino del calvario con la cruz a cuestas. Ya había caído tres veces, agobiado por el peso del madero. El sol era inclemente y el dolor intenso.  

Las espinas de la corona se clavaban con saña en las sienes del Maestro. Los ojos ensangrentados no vislumbraban bien el camino pedregoso que ascendía hacia el monte de La Calavera. De pronto alcanzó a divisar a la orilla del camino una casa grande, con las puertas abiertas, que se adivinaba fresca y acogedora. En la puerta un judío se reía al ver la imagen del Nazareno. Jesús como pudo se separó un poco del camino y le suplicó al judío: “Dame de beber”.

El hombre dejó de reír y le gritó para que todos le oyeran: “Aquí no les damos agua a los criminales. En el infierno te darán toda la que quieras”. Los soldados se rieron a carcajadas. Jesús, entonces, lo miró con una mirada de reproche: “Esta sed que yo llevo la has de sufrir toda tu vida –le dijo-. De hoy en adelante caminarás todos los caminos del mundo en busca de agua, que nadie te dará”.

El hombre echó a andar, desesperado, sediento y vuelto nada. Desde entonces camina y pide agua en casas y caminos, pero no alcanza a tomarla. Su desesperación es tanta, que no alcanza a saborear ni siquiera un sorbo de agua…

Mi mamá vuelve a santiguarse. La tarde es gris. Todo está en silencio.

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