Desde mediados del año pasado le trajeron del campo un gallo cantarín a una vecina del barrio donde vivo. La casa de la vecina colinda con la mía por la parte de atrás. Desde la primera madrugada de haber llegado a nuestro territorio, nos dimos cuenta todos los vecinos que el gallo de la vecina no era un gallo cualquiera sino de aquellos madrugadores dispuestos a no dejar dormir con tranquilidad al vecindario.
Para los que somos del campo, todo lo que sepa a campo, huela a campo y tenga rastros de campo, nos alegra la vida y nos rejuvenece. Y eso me pasó con el gallo de la vecina. Oírlo era y es como volver al pueblo, donde todos los gallos cantan en cadena, uno empieza y los otros lo siguen. Descansan unos minutos y vuelven a empezar. Y espantan el sueño, pero eso forma parte de la vida pueblerina.
Tengo la manía de imaginarme los gallos según sea el canto y el batir de alas con el que preanuncian que van a empezar su concierto de quiquiriquíes. Y así me sucedió ahora. Desde la primera madrugada me imaginé el gallo de la vecina: grande, colorado, robusto, de cresta empinada y dispuesto a dar siempre la pelea.
Pero los que no son del campo no disfrutan como yo disfruto con el ambiente bucólico. Mi mujer fue la primera en renegar de ese bendito animal que no deja dormir.
-No se preocupe, mija -le dije, entre cobijas.-Ya llega el 24 de diciembre y de ahí no pasa. Con toda seguridad ese animalito está destinado para la cena de la media noche.
No fue así. El 25, a la madrugada, ya el gallo de la vecina estaba lanzando al viento su batir de alas y sus sonoros cantos de júbilo y de pascuas.
-Del 31 no pasa -le dije a mi mujer, pensando en el gallo de la vecina.
-Dios lo oiga –me contestó entre sueños.
Pero Dios, que de seguro también es campesino, no me escuchó. El 1 de enero ya el gallo estaba quiquiriqueando a la hora en que mucha gente todavía estaba celebrando la alegría de un nuevo año.
El 2 de enero, ya no era sólo mi mujer la que protestaba por el canto de aquel bello animal madrugador. Un grupo de mujeres de mi misma cuadra vino a mi casa a pedirle a mi mujer que las acompañara a hablar con la vecina del gallo en cuestión. El nuevo código de policía –decían- debe prohibir en alguna parte que los animales del vecindario no dejen dormir. Vamos a hablar con la señora para que le ponga fin a esa situación.
Entonces metí la cucharada: “Miren, señoras. ¿Ustedes creen que el código de policía prohíbe que los perros ladren a la hora de la siesta y de noche le aúllen a la luna? ¿O creen que les prohíbe a los gatos salir a maullar y a corretear por los tejados en noches de gatuperio emocional?”. Las mujeres me miraron con desconcierto, pero parece que me dieron la razón porque una a una se fueron retirando con el rabo metido entre las piernas.
-No ha debido tratarlas así –me dijo mi mujer.
-Que en lugar de ser envidiosas y estar pendientes del gallo de la vecina, se dediquen a atender a sus maridos, como lo hace usted.
Después de ese cobazo, le dije con total convicción: “Le aseguro, mi amor, que ese gallo está destinado al sancocho del 6 de Reyes, a orillas del Peralonso o del Zulia.
Me volvió a fallar la intuición. Ya hoy es 11 de enero y ahí sigue el cantarín, como si tal, cantando de madrugada. Ahora creo –pero no se lo digo a nadie- que ese gallo tiene otro fin: el sancocho del domingo de pascua, después de la semana santa. Porque terco y tranquilo, alegre y descomplicado, y de ñapa, duro de matar, resultó el gallo de la vecina. Así deberían de ser todos los gallos, para que nos alegren las noches enteras.