El tiempo es un gitano de ideales, sereno y sabio, que recorre simultáneamente la claridad del día, la palidez de la tarde y el frío oscuro de la noche, y revela sus secretos cuando rasga el velo de la belleza con sus dedos de duende.

Se ha acostumbrado a detenerse en las edades del recuerdo, o del olvido, para reflejarse en el espejo del infinito y comenzar, de nuevo, un devenir misionero de lejanías e instantes que sólo Dios conoce. 

En su éxodo, se hace llama para encender fuego en la razón, ánfora oriental en el corazón para custodiar allí el cielo, el mar, el sol y la luna, o jardín para hallar un rincón fresco dónde reposar la savia de su intimidad.

Es sembrador de memorias antiguas y emociones que caen, como un rocío blanco, y van cubriendo la vida de alegría y tristeza, amor y odio, bien y mal, pasado y presente, para verter en ellas la magia de su bondad.

Le gusta trepar a una colina y otear la majestuosidad de una laguna, celebrar la naturaleza, toda, que semeja ser una inmensa crisálida de mariposa que volará, por sí misma, en una alada armonía de colores.

Las palabras bonitas y añoradas, como pétalos de flores despertando, anuncian el escenario de luz de su milagro creador y con ellas sale a pasear su nostalgia personal de pájaro y arrullarse con los trinos de los ruiseñores.

Al final, siempre deja estrellas sonriendo, pasos cansados, sueños pendientes, en fin, un polen universal para fertilizar el silencio y la soledad que inspiran la historia de su destino… (Cuando está triste piensa en el mar y se fuga en una gaviota imaginaria para sentir el consuelo de su presencia distante…). 

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