Toda la calma, todo el brillo de la eternidad emergiendo en la madrugada, nos recuerdan nuestra misión de peregrinos que andan de ronda, así como los sueños van desfilando en el alma, uno tras otro, con su propuesta luminosa.
Y, mientras el hombre duerme, la mañana canta sigilosa, deja su huella antes de poner el pie en el día para medir sus fuerzas con el destino, para ganar -o perder-, en un entorno que preludia su encuentro con la esperanza.
Es una ceremonia bella, cotidiana, como una fruta que comienza a abrir sus colores en la mesa, con esa intuición providencial que sólo perciben los sentimientos cuando escuchan el mundo en el encanto de su silencio.
El ayer se vuelve equipaje de hoy, canción o paisaje, para saciar la sed de aventuras con sólo pensar en el rumor acariciante del mar, en el trueno que estremece el horizonte, o la campana buscando dónde repicar su nostalgia.
Una versión bonita de lluvia cae con pedacitos de humildad, como viejos refranes que riegan el gris neblinoso para hacerlo florecer de verde, para respirar la vida, y aprender a conversar con ella, o mejor, dejarla vivir por nosotros.
La espiritualidad se aprende únicamente con docilidad, no viene espontánea, debemos ir hacia ella, libres, despojados de argumentos, recuperando la fe que vamos perdiendo -necios- en el camino de la vanidad.
Lo difícil es hallar en nuestro centro una decisión hermosa y acogerla con valentía, porque, si no, la reputación íntima se debilita y, luego, no nos cree más cuando queremos recuperar nuestra vocación perdida.
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