Aprendimos, desde chiquitos, que los reyes magos eran tres, que venían de Oriente y que le traían al Niño Dios, recién nacido, oro, incienso y mirra. Así nos enseñaron y así crecimos, y el 6 de enero era la gran fiesta con disfrazados y desfiles y pólvora y música.
Adelante iba la estrella, llevada por una sota (dela baraja española), después los reyes, sin camellos, pero con vestimentas finas y coronas de oro y más atrás el resto de la comparsa: los viejos, los bailarines, los de los zancos, los duendes, en fin… Dos diablos espeluznantes, olorosos a azufre, de cola y cachos y ojos demoníacos, se encargaban de poner orden en el desfile y de evitar que los muchachos se metieran con los disfrazados.
Ya grandes, vinimos a saber que los tales reyes ni eran reyes ni eran magos, sino que eran unos comerciantes (tal vez contrabandistas) de oro, incienso y mirra, pero amigos de las estrellas y aficionados a seguir algún astro cuando mostraba cierta luminosidad especial. ¡Habíamos perdido la inocencia!
Y la seguimos perdiendo cuando, ya mayorcitos, de canas, bastón y gorobetos algunos, supimos que los tales personajes no sólo no eran reyes, ni magos, sino que tampoco eran tres. A Gaspar, Melchor y Baltazar ahora se les sumaba Artabán.
Cuenta la leyenda -porque la Biblia no lo dice- que Artabán no tenía camello como los otros tres, sino un burro, cargado de aceite que vendía por los pueblos. Pero también era amante de la astrología y había visto la estrella de especial luminosidad. Les pidió que lo llevaran en la caravana y ellos aceptaron. Tres sabios ricos, acamellados, y un sabio pobre, aburrado. Oro, mirra, incienso y aceite le ofrecerían al nuevo rey, que en alguna parte había nacido y cuyo camino la estrella les iba señalando.
En el desierto una noche los sorprendió una terrible tempestad de arena y viento. Los camellos se echaron, como suelen hacerlo en estos casos, y junto a ellos se cubrieron sus tres dueños. Artabán se acurrucó junto a su borrico. Al otro día encontraron un pastor a quien las ovejas se le habían disgregado por la tempestad. Gaspar, Melchor y Baltasar se condolieron del pobre pastor, pero siguieron de largo. En cambio, Artabán decidió ayudar al hombre a recoger su rebaño.
Así, el cuarto rey se quedó de sus compañeros y no pudo alcanzarlos en el desierto. Cuando llegó a Belén, ya Jesús, María y José habían huido a Egipto por la matanza de los inocentes. Conmovido por la tragedia, se dedicó a ayudar a esconder niños de la persecución de Herodes. Sorprendido por los romanos, fue llevado a prisión, donde duró treinta años.
Al salir, agobiado y enfermo, siguió preguntando por el Mesías, y así supo que estaba en Jerusalén y decidió ir hasta allá, pero en el camino se encontró a un hombre herido al que recogió y ayudó. Cuando entró a la ciudad, se enteró de que aquel a quien buscaba lo estaban crucificando en el Calvario. Treinta y tres años hacía que había empezado a buscarlo. Subió hasta el Gólgota y al pie de la cruz, le dijo a Jesucristo:
-Perdóname, Señor por haber llegado tan tarde, pero tuve algunos tropiezos en el camino.
Jesús lo miró con dulzura infinita, le sonrió entre lágrimas y sangre, y le dijo:
-Tú también estarás hoy conmigo en el paraíso.