Hoy en Colombia la corrupción ya no se disimula, se avala.
La mayoría de los partidos políticos dejaron de ser vehículos del bien común y se convirtieron en organizaciones delictivas, dedicadas no a servir al país sino a satisfacer intereses personales, proteger estructuras corruptas y llenar bolsillos.
La política dejó de ser un ejercicio de responsabilidad y pasó a ser, para muchos, un negocio. Un negocio donde los avales se transan, la ética se relativiza y la corrupción se normaliza. Lo más grave es que el poder ya no se usa para transformar realidades, sino para blindar a los mismos bandidos de siempre.
La mayoría de los líderes que hoy concentran el poder no están a la altura del momento histórico que vive Colombia. En vez de depurar sus filas, exigir mínimos éticos o marcar límites claros, optaron por el camino más fácil y ruin: sumar votos sin importar el costo institucional, social y democrático.
No entendieron la gravedad del momento que vive el país. Colombia está al borde del abismo y el avance del populismo no es casual: responde a una ciudadanía cansada de pagar cada vez más impuestos, recibir cada vez menos y ver cómo el fruto de su trabajo termina engrosando los bolsillos de los mismos bandidos de siempre.
¿Cómo se explica, si no, que la esposa de Emilio Tapia —símbolo del saqueo al Estado— haya sido avalada por el Partido de la U sin el más mínimo pudor?
¿Cómo explicar que el cuestionado clan Torres, recompensado por su apoyo electoral al Gobierno, hoy haga parte del Pacto Histórico y, además, se infiltre en otras listas —como la del Partido Liberal— con el respaldo de los Gaviria?
¿Cómo justificar que Cambio Radical avale a Didier Lobo, sancionado por corrupción en la alimentación de niños, o que impulse a Eimy Suárez, hija del exalcalde de Cúcuta Ramiro Suárez, condenado por homicidio y con vínculos paramilitares?
¿Y qué decir del Partido de la U, donde el prontuario parece requisito? Ahí están los hermanos de los Ñoños, Johnny y Julio Alberto Elías Besaile, avalados nuevamente por la misma maquinaria corrupta que saqueó al país.
Aquí es necesaria una claridad incómoda: en Colombia no existen los llamados “delitos de sangre” en materia electoral, pero deberían existir cuando la misma estructura criminal y política es la que impulsa candidaturas para buscar —y probablemente ganar— una curul en el Congreso o cargos regionales. Esa es una discusión que el país ya no puede seguir aplazando.
Por si fuera poco, el desprecio por los ciudadanos es tan evidente que en las listas también aparecen implicados en el escándalo de la UNGRD, el mayor y más multimillonario caso de corrupción de este Gobierno. Ahí está Martha Peralta, avalada por el MAIS; Wadith Manzur, impulsado por el Partido Conservador; Berenice Bedoya, avalada por la ASI; y Alexander Ángulo, respaldado por Fuerza Ciudadana y señalado de ser la mano derecha de Olmedo López. Cambian los partidos, no el delito.
El efecto es devastador. Cuando los partidos avalan personas cuestionadas, la democracia se convierte en una subasta de favores y se rompe la confianza ciudadana.
Avalar investigados no es un error: es una decisión, y quienes firman esos avales son igual de CORRUPTOS.
Votar con criterio hoy no es una opción moral, es una obligación democrática; o elegimos con responsabilidad, o seguiremos financiando nuestro propio saqueo.
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