Ahora que estamos por cuenta del bicho chino, se insiste mucho en el lavado de manos. Los médicos, las enfermeras, los curanderos, los sobanderos, los camilleros, los choferes de ambulancias y todos los que se ponen batas blancas, insisten, con mucha razón supongo, que debemos lavarnos las manos muchas veces al día. Con jabón que haga espuma y bastante espuma.
Y no sólo los del sector de la salud. Jefes de estado, celadores, reyes, enterradores, generales de tres soles y policías rasos, maestras, domiciliarios, madres solteras, todo el mundo dice y vuelve a decir, aconseja y vuelve a aconsejar, que el encerramiento en casa no sirve si no es con lavado constante de manos. Yo no lo escuché, pero me decía una paisana, de la Legión de María, que hasta el Papa Francisco en su sermón, el día de la Urbi et Orbi, había insistido en el lavado de manos. No sé.
Los mamadores de gallo, que nunca faltan por estos predios del Señor, han puesto a circular la versión según la cual el único paso que saldrá en procesión en la Semana Santa, será Pilatos, que se lavó las manos, como buen político, para que no le echaran la culpa de la infame condena que iba a dictar.
Les habrá ido muy bien en estos días a los vendedores de jabón y hasta lo habrán subido de precio, debido a la altísima demanda, lo mismo que hicieron los que venden papel higiénico, que vendieron el papel no por rollos sino por cajas, dizque porque esto de la pandemia iba a ser “una poposeada universal”. Eso decían. Y perdonen por lo de universal.
En mi casa, afortunadamente, todavía tenemos unos envoltijos de jabón de la tierra, del que hacían en Las Mercedes el otro día. Cuando mis papás se vinieron a vivir a Cúcuta, mimamá se trajo algunos, y después, una comadre le seguía mandando. Los mercedeños de ahora no saben lo que es eso. Le pregunté a una amiga del pueblo sobre el jabón de tierra y me dijo que no sabía qué era eso. Lástima, porque era el mejor jabón de aquellos tiempos.
Muy bien, pues, eso de la lavada constante de manos. Pero me preocupa que nadie ha hablado de la necesidad de lavarnos también los pies con frecuencia. Será tan importante el lavado de zancas, que el mismo Jesús, en la Última Cena, no les lavó a los apóstoles las manos, ni la cabeza, ni la cara, sino los pies. Por algo sería. “Algo tiene el agua cuando la bendicen”, aseguran en el campo.
En Las Mercedes, a la entrada del pueblo, existe un caño llamado Lavapatas. Cuando no había carretera, la gente caminaba a pie descalzo para no ensuciar las cotizas que las llevaba en la mochila o en las cachas de la machetilla que llevaba al cinto. En el Lavapatas se lavaban las patas, como dice su nombre, y entraban al pueblo, muy orondos, con los alpargates limpios y los pies descontaminados de barro.
Dicen que ese tal virus no vuela, pero sí se arrastra por el piso y se puede pegar a los zapatos. Y yo pienso: si se pega a los zapatos se puede pasar al pie, y la única manera de exterminarlo en los pies, es echándoles agua y jabón en abundancia. ¿Estamos?
Creo que es un olvido grave, de lesa humanidad, no obligar también a la gente a ese lavado de las extremidades inferiores. Cuando el señor alcalde salga de su enclaustramiento, alguien (Jorge o Patrocinio) debe aconsejarle que dicte el decreto respectivo, obligando a los súbditos al lavado permanente de los tobillos pabajo.
Y hablando del alcalde, sería bueno que agarrara su megáfono y fuera hasta Ureña a gritarles a los mandamases venezolanos:
-No sean zurrones. Vayan a quemar sus porquerías a otra parte, que nos contaminan el ambiente, del que ya no nos queda sino medio.
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