Esta semana Estados Unidos llenó las pantallas de medios y redes. Hubo debate presidencial de CNN el jueves entre Biden y Trump, y el lunes empezó allí la Copa América. Ganamos el dificilísimo primer partido contra Paraguay y el segundo contra Costa Rica, con goleada. Colombia al ser favorita rompió un agüero: Pelé dijo en 1994 que éramos el mejor equipo del mundo; si recuerdo bien, no volvimos a ganar.
En el mundo sofístico de hoy, ser el mejor no significa triunfar. El primer debate, de los tres programados entre los adultos mayores que quieren reelegirse en los EE. UU., lo perdió la democracia. Trump, quien de todas maneras es un reo convicto, mostró más energía que Biden, quien se mostró dubitativo e incoherente.
Ambos alrededor de los ochenta años, deben invertir mucha de su declinante energía en convencer a los votantes, en primer lugar, de su buena capacidad física y mental para dirigir el todavía más importante país del mundo. En segundo, que su concepción de los inmensos problemas domésticos y globales, migración, inflación y guerra nuclear, es la mejor opción para garantizar que EE. UU. siga siéndolo.
En tercero, que acatarán las reglas democráticas y los resultados electorales. Sobre lo primero hay controversia en cuanto a los vacíos de memoria y dicción de Biden, notorios el jueves anterior.
Trump ha pedido que a ambos les realicen un test cognitivo con la esperanza de probar que Biden, a quien ha llamado “media persona”, ya no tiene la agilidad mental suficiente para lidiar con los avatares del momento “a menos que use coca”.
El presidente en ejercicio que siempre ha demostrado gran resiliencia en los debates y buena capacidad para adaptarse al tamaño de las crisis, esta vez se vio senil. Los debates son en sí mismos pruebas cognitivas; y la escogencia del vicepresidente, una especie de seguro de vida. Biden arriesga su nominación como candidato en la convención de agosto y podría no llegar al segundo debate en septiembre.
Así lo pidió en un duro editorial el Times de Nueva York. O podría renacer en ambos. Trump ha demostrado ser mentiroso en exceso, rijoso, soberbio y explosivo, atributos que son inconvenientes en un mandatario cuyo primer rol es tener paciencia y entereza, sin perder los estribos. Nadie olvida que el millonario aseveró en su retórica grandilocuente, “no tener interés en ser dictador sino el primer día del gobierno”.
Pesa la condición de convicto de Trump en sus, por el momento, treinta y cuatro cargos judiciales, fallados ya, por falsificar documentos y sobornar. Menos, pero pesa también, la condición de convicto del hijo de Biden por tres delitos de impuestos y armas.
Panorama lúgubre para el mundo dado el papel que se le asigna a EE. UU. de controlador de la sensatez en el planeta, sin poder dar ejemplo. Bien por el poder de los moderadores de apagar los micrófonos de los candidatos.
Como se observó en la televisión, a la política le falta todavía mucho para ser remplazada por la inteligencia artificial: hubo imprevistos, emociones, lenguaje corporal, improvisación, todo eso hace que de los debates algo irremplazable en democracia.
Por eso ni China ni Rusia los practican. En Irán hubo, religiosamente vigilado. Es la sustancia lo importante: que los votantes puedan aprender de los candidatos en los temas que les preocupan. El próximo mandatario estadounidense para bien o para mal tiene en sus manos mucho de la viabilidad futura de todos, no solo de los norteamericanos.
Las formas, sin embargo, son en este caso definitivas para afianzar la democracia más reconocida en el mundo, o para erosionarla sin apelación como quedó tristemente grabado en la mente de quienes, atónitos, vimos el debate entre un presidente senil con las políticas correctas y otro mentiroso, energético y equivocado, sin compromiso con el sistema democrático. Escogerán los norteamericanos entres dos males como lo hicimos nosotros en el 22. Los malos resultados están a la vista.
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