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De páramos y emparamados
Santurbán cogió fama y a los comerciantes del mundo se les abrieron las agallas.
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Miércoles, 18 de Noviembre de 2020

Dios, a pesar de ser Dios, tiene sus olvidos. Cuando creó el mundo, se le olvidó crear los páramos. Hizo el mar, profundo y extenso, lleno de olas y de tiburones,  le puso playas hermosas y atardeceres de colores,  y lo dejó listo para que mujeres en bikini lucieran allí sus esculturales cuerpos. 
 
Hizo los ríos, de abundante agua cristalina, donde el sol pudiera bañarse antes de comenzar la sudorosa jornada diaria, y donde la luna pudiera jugar de noche  con panches y sardinas. Todo excelente. A veces se le iba la mano con el asunto del agua, como en el caso del diluvio universal, pero “todo sea por la causa”, dijo Noé, y la tierra se repobló.

Un día, sin embargo, Dios se asomó a la ventana del cielo, corrió las cortinas de nubes y vio que los ríos y los arroyos y las quebradas  se estaban mermando. Se rascó la cabeza y se dijo: “¿Y esa joda?  ¿En qué falló mi obra?”. Le echó pensadera al asunto hasta que se dio cuenta que la culpa no era suya, que el mundo había quedado bien hecho, pero el hombre, ¡ah, el hombre!, se estaba encargando de destruirlo: Tumbaba montes, quemaba selvas, desviaba cauces y no sembraba árboles. Claro, el agua se secaba.

Pero cuando echó una mirada hacia Cúcuta, Dios casi se desmaya. El Pamplonita, seco, como un camino de piedras. El Zulia ya no servía ni para los paseos de olla, los domingos. El Peralonso ya no  mojaba ni las orillas. Y los hombres, tranquilos. Y las mujeres. Y los gobernantes.  Y Goyo aún no había llegado a Corponor.   

“A esto hay que ponerle remedio, pero ya”,  dijo Dios. Y fue cuando se le ocurrió la idea de crear los páramos, en las alturas. Un páramo sería una fuente permanente de agua, de manera que los seres vivos de la región nunca más volverían a tener sed. Creó un páramo en el límite de los dos santanderes para que les sirviera a los de allá y a los de acá. Lo llamó San Turbán, pero como la gente no encontró el nombre de este santo, lo juntaron en una sola palabra: Santurbán.

La cosa iba bien. Como el lugar era tan alto (4,290 metros sobre el nivel del mar) y tan frío (a veces está la temperatura por debajo de cero grados) muy pocos  se atrevían a subir al páramo por temor a emparamarse.  Pero algunos científicos rusos y gringos, bien envueltos y abrigados, se le midieron a la escalada y descubrieron el sitio, hace poco menos de cien años. Cuando contaron lo que allí habían encontrado, muchos se quedaron boquiabiertos: lagunas misteriosas con peces dorados, culebras de colores que volaban de lago a lago, sonidos como de campanillas de navidad y el viento traía voces de otros mundos.

Santurbán cogió fama y a los comerciantes del mundo se les abrieron las agallas, con la seguridad de que el páramo era una mina de oro y, a las buenas o a las malas, había que saquearla, aunque para lograrlo hubiera que envenenar el agua que de allí brotaba y que nutría a los dos santanderes y sus habitantes.

Los gobiernos, que venían haciéndose los socos, por las millonadas que recibirían de impuestos, de bonificaciones y de coimas, han tenido que recular ante las protestas de la gente. 

Dios, que creó el páramo y sus lagunas y los pececillos dorados, deberá meter la mano en este asunto. Que lluevan truenos y centellas sobre los invasores y que los castigue con las culebras voladoras como rejos.

gusgomar@hotmail.com

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