Caminar por Bogotá ahora, con el mes de noviembre ya asentado y la ciudad lamiendo las huellas de la Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG25 que del 20 de septiembre al 9 de noviembre hizo gala, me deja un regusto agridulce. No es que las plazas hayan vuelto a su rutina de transeúntes apresurados, pero algo quedó: esa pausa que obliga el arte cuando se derrama en lo público. En La Candelaria, donde una intervención urbana aún se percibe sobre la felicidad como ensayo colectivo, me detengo a pensar en cómo estas bienales no solo exponen obras, sino que despiertan preguntas que uno arrastra solo. Con Ciudad de México como invitada, BOG25 fue un diálogo franco entre dos capitales que saben de grietas urbanas y sueños a medio hacer. Y en este panorama, me enteré por las redes sociales del nombre de Melissa Álvarez Quintero no como un caso aislado, sino como un hilo que une lo local con lo lejano, lo íntimo con lo que cruza océanos.
Melissa, ocañera de pura cepa, nacida en mi rincón norteño, no pinta para impresionar; pinta para desentrañar. Comunicadora social, con un posgrado en lo organizacional que le ha servido para anudar arte y vida en proyectos vitales, lleva más de veinte años explorando la maraña humana: sus quiebres, sus anhelos mudos, esa fragilidad que el expresionismo en sus trazos figurativos hace visible. Ilustraciones que se cuelan en libros y diseños que dan rostro a portadas musicales. Diez años en la Universidad Francisco de Paula Santander de Ocaña moldeando mensajes, colaboraciones con el Ministerio de Cultura, y ahora, desde hace tres, creando portadas para Escarabajo Editorial. O su rol como ilustradora oficial del “Catatumbo Rock Festival”.
Pero fue en el otro lado del mar donde sus trazos cobraron un eco internacional que a los de la Provincia nos enorgullece. Invitada a la VI Biennale d’Arte Contemporánea di Salerno, en Italia del 18 de octubre al 2 de noviembre, Melissa desembarcó con dos obras de su serie Anatemas, ese libro de 2022 en coautoría con el también ocañero Henry Carrascal Carrascal, que fusiona quince cuentos de emociones afiladas con once óleos en gran formato. “Hormigas”, con sus formas devorando lo humano, y “El complejo de Afrodita”, un retrato de deseo herido y expuesto. No son meras imágenes; son ventanas a la maldad sutil, al dolor que se enreda en lo cotidiano, activando esos circuitos neuronales que la bienal premió con el Primer Lugar en “Neurociencia del Arte”. Entre más de doscientos creadores, su invitación gracias a Jorge Enrique Londoño, de Expolatina, y Giuseppe Gorga, el presidente de la bienal creó un puente entre Latinoamérica y el Mediterráneo. Exposiciones previas en México, Ecuador, Cúcuta y Bogotá ya la habían marcado, pero esto fue un sello: el arte como puente, no como frontera.
Me quedo rumiando esto de paso por La Candelaria, entre cuestiones familiares y académicas. En un país donde el talento a menudo navega contra corriente, Melissa encarna esa persistencia callada: galardonada, colaboradora de escritores y músicos. Su premio en Salerno no es un trofeo simple; ilumina lo que duele, conecta lo disperso. BOG25 nos dejó con esa lección de felicidad como práctica colectiva, y la bienal italiana, con la de vulnerabilidad como fuerza compartida. Reflexiono: ¿y si miramos más de cerca esas obras que nos inquietan? Porque al final de estas bienales, lo que queda no son las fechas, sino las preguntas que despiertan. En Ocaña o Salerno, en Bogotá o en el taller de la artista, el trazo de Melissa nos dice que habitar el mundo es, ante todo, atreverse a sentirlo en toda su crudeza.
Desde esta tribuna felicito a la laureada artista: su tenaz esfuerzo, pese a la escasez de respaldo institucional, nos enaltece; gracias por llevar allende el mar el arte de aquí, a la altura global.
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