Me dan miedo las estampidas. Sean de animales o de personas, hay que tenerles pavor por el mal que pueden causar.
Las de San Fermín, en España, son famosas, porque forman parte de las fiestas de Pamplona. Sueltan los toros del encierro y la gente corre por delante de ellos. Los animales salen en estampida y arrasan con lo que encuentran a su paso.
Heridos y muertos deja esta costumbre en la que no se sabe quién es más salvaje, si los toros o los que, dándoselas de atletas, quieren correr más que los astados.
Distintos gobiernos han querido ponerle fin a este juego mortal, pero no han podido las leyes contra la costumbre.
Otras estampidas, ya no tan de fiesta, son las que producen los terroristas cuando hacen estallar sus explosivos en recintos cerrados donde hay cientos de concurrentes.
Unos pocos mueren por la explosión, pero la mayoría muere por la estampida: la gente corre, tratando de buscar salida y entre la zozobra y el miedo a la muerte, los que vienen detrás pasan por encima de los primeros y se forman mortandades impresionantes.
En cines, en centros comerciales, en discotecas se han dado casos de estampidas humanas, en las que el saldo mortal es grande en unos minutos.
San Pedro debe verse a gatas para analizar las hojas de vida de los que van llegando en montonera, para saber a dónde los manda: si a gozar de las delicias celestiales o a las llamas infernales.
Es mejor estirar la pata, pienso yo, en una cómoda cama, con despedidas, oraciones y la extrema unción, que morir apachurrado en una estampida de esas de padre y señor mío. Pero pareciera que los que mueren en la de San Fermín, prefieren lo contrario.
Dicen que las estampidas de animales salvajes como elefantes o potros cerreros, sin amansar, son espeluznantes. Las que he visto en cine, me ponen los pelos de punta, y eso que yo soy poco cineasta.
Digo todo esto, al ver las estampidas de la semana pasada en nuestros puentes internacionales. Primero fueron las mujeres, con camisetas de blanco. Se fueron juntando despacito, como quien no quiere la cosa, y cuando alguna líder dijo en voz baja, a las dos y a las tres, salieron en estampida cruzando el puente internacional, primero por el puente de Puerto Santander, otro día en Ureña y después en San Antonio.
Las mujeres venezolanas son verracas. Las admiro. Me quito la gorra ante ellas. Me les arrodillo. Yo antes las admiraba porque son bonitas, tanto, que varias han ganado la corona de miss Universo. Porque son inteligentes. Conozco varias que le jalan a la poesía, a la literatura en general, y son excelentes escritoras.
Pero no sabía que llevaban bien amarradas las enaguas. Bueno, esto de las enaguas ya es un cuento chimbo. Las mujeres de hoy no usan enaguas. Visten yines rotos como los hombres y zapatos planos sin medias, como ellos. Ni aquí, ni en Venezuela, ni en Cafarnaúm.
Las venezolanas, pues, cansadas de aguantar hambre y de ver a sus maridos y a sus hijos languideciendo de flacura, se organizaron y llegaron al puente, dispuestas a pasar por encima de quien fuera, con tal de llegar a Colombia, donde aún, gracias a Dios, tenemos de todo.
No quiero ni pensar cómo será la cosa cuando Timochenko llegue aquí al poder, pero mientras tanto hay comida y bebida y papel higiénico para propios y vecinos.
Llegaron las verracas, digo, y ante la mirada atónita de la Guardia, y a pesar de la prohibición de sus maridos (tú no cojas por allá a que te den palo o a hacer el ridículo) se lanzaron a la carrera y pasaron el puente y llegaron a Colombia, sacaron bolos de los senos y compraron de todo y regresaron con sus canastas llenas y una sonrisa de felicidad que les durará todo el tiempo que les dure el mercado.
Después se inventarán otra estrategia que, de seguro, también les dará buenos resultados. Mientras tanto, los hombres, se quedarán sentados, boquiabiertos, mirando cómo sus madres, mujeres e hijas, les dan ejemplo.
Las mujeres venezolanas tumbarán a Maduro. No nos quepa la menor duda. Y sin derramar una gota de sangre, Y sin pasar ninguna sobre las otras. Una estampida para calmar el hambre.