Estaba yo en la escuela cuando conocí uno de los grandes adelantos tecnológicos de la época, que lo dejaban a uno con la boca abierta. Al lado de la escuela había una oficina pública, a donde iba la gente que necesitaba enviar un mensaje de rapidez, que demorara menos en llegar que el correo. En la puerta había una tabla que decía: Oficina de correos y telégrafos.
A la hora del recreo, los estudiantes aprovechábamos para ir a la casa a tomar las medias nueves (un pan de dos centavos y un pocillo de aguamiel), y al regreso nos asomábamos a la telegrafía donde un empleado tecleaba un aparato pequeño, en forma de palanca: tas-tas, tas-tas-tas, tas… Está enviando mensajes, decían los más grandes. Luego retiraba los dedos del aparatico y éste empezaba a sonar solo: tas-tas, tas-tas-tas, tas…
El hombre tomaba una libreta y comenzaba a traducir aquellos sonidos a palabras. Está recibiendo mensajes, seguían diciendo los que sabían.
Para nosotros era increíble que sólo a punta de tas-tas-tas pudieran comunicarse las gentes, de un pueblo a otro. El telegrafista pasaba luego a una máquina de escribir grandota, una especie de armatoste, donde redactaba la comunicación que le acababan de enviar a alguien del pueblo.
-Díganle a don Antonio Suescún, el polvorero, -nos decía el telegrafista- que tiene telegrama-, o avísenle al señor cura, o a don Pedro Camperos… Salíamos todos corriendo por la calle a darle la noticia al agraciado para que fuera a reclamar su telegrama.
El primer telegrafista al que conocí, se llamaba Helí Peñaranda, cojo de la pierna derecha, a quien saludábamos con mucho respeto, buenos días, don Helí, pero a quien en el pueblo llamaban el Chueco Helí.
El Chueco Helí, además, manejaba los correos, es decir, recibía las cartas que la gente enviaba, les pegaba con saliva una estampilla, y las echaba a una bolsa de lona, con la bandera tricolor, que después recogía don Rito Ramírez, a quien apodaban el Correo, un viejo al que nadie, ni siquiera sus hijos, grandulones y fuertes, le ganaban en echar pata, y al que el Estado le confiaba la bolsa con cartas y encomiendas para entregar en la oficina de Correos y telégrafos de Sardinata.
Un día trasladaron al Checo Helí y lo reemplazó la hija de un turco de apellido Jaimed, que llegó vendiendo telas y se amañó en el pueblo.
Con el tiempo la telegrafía se acabó y se acabó el correo, y cartas y telegramas eran enviados desde Sardinata a la parroquia, donde el párroco anunciaba en la misa del domingo quiénes tenían correspondencia.
Pero les llegó el fin a estos medios de comunicación en todo el país. El telégrafo quedó en el recuerdo, y el correo se les entregó a empresas particulares.
Afortunadamente apareció el celular, que sirve para todo: para hablar, para escribir, para leer prensa sin comprarla, para pasar chismes, para rajar de la gente, para estudiar, para investigar. Una de las aplicaciones del celular es el whatsapp, para mandarse mensajes y fotos y videos, dos personas o grupos. Y gratis. Ya el Estado no tiene que pagar telegrafista, ni correos. Basta tener teléfono móvil y tener cuidado que no se lo vayan a robar.
Lo que hace el progreso. Ya los pueblos no necesitan hombres chuecos ni muchachas bonitas, que aprendan a enviar y recibir mensajes con los dedos sobre un aparatico al que hacen chasquear. Ahora basta tener más de un millón de pesos para comprar un móvil de alta gama, al que se lleva en el bolsillo y del cual todos se vuelven esclavos. O nos volvemos- Yo mismo, en este momento, estoy en un lugar donde no hay internet, pero mi “guasap” me sirve para enviar al periódico este artículo.